Mateo llevaba apenas tres meses en el piso. Hasta entonces éramos tres mujeres en aquel pequeño apartamento de las afueras, pero a Marta le había salido un súper curro en el extranjero y había volado cual pajarillo feliz.

La economía en aquella casa no era como para echar cohetes precisamente así que sin pensárnoslo dos veces habíamos puesto una montaña de anuncios en diferentes webs, apps, plataformas… Perdimos la cuenta, la verdad. Era la necesidad, nuestros sueldos de mierda no nos llegaban si queríamos pagarle a doña Concha y además alimentarnos aunque fuera a base de pasta. Necesitábamos a alguien cuanto antes.

Por nuestra casa pasaron tres chicas y dos hombres que prometían pero que no llegaban a convencernos. Me sentía un poco como Noemí Galera en pleno casting de OT ‘todos moláis pero no continuáis con nosotros‘. Por unas o por otras, y aunque la urgencia apremiaba, no conseguíamos dar con el compañero en el que todas pensábamos. Solo queríamos a alguien normal, nada de intentar regatearnos el precio, o exigirnos la habitación más grande.

Y entonces, como caído del cielo, llegó Mateo. Era amigo de un amigo de un compañero de trabajo del amigo de Olalla, otra inquilina. Fuera como fuera, todo eran buenas palabras sobre él. Recomendaciones everywhere sobre lo buena gente que era y una triste historia en torno a una exnovia muy cabrona que lo había dejado en la calle.

Poco nos importaba la historia de su vida. Pero al final, el mismo día que vino a conocernos le pedimos que no se lo pensara y se quedara ya en casa. Felicidad, vamos tanta como que abrimos una botella de sidra Hacendado para celebrarlo.

Aunque Mateo apuntaba maneras como el compañero ideal, poco o nada supimos a partir de entonces sobre su vida. El hombre trabajaba algo así como mil horas al día y el poco tiempo que pasaba en casa lo podías encontrar en la cocina haciéndose un sandwich o en su cuarto, trasteando en el ordenador. Claro que saludaba y era muy amable cuando intercambiabas con él alguna palabra, pero era evidente que su vida no era aquella casa ni las personas que vivíamos en ella.

Religiosamente pagaba su alquiler y siempre que lo hacía lanzaba alguna broma que nosotras no llegábamos a pillar pero agradecíamos. De este modo nos dimos cuenta de que no era que Mateo no quisiera interactuar con nosotras, sino que le costaba un poco abrirse. Le dejaríamos tiempo, al final era lógico, éramos tres mujeres como tres cotorras siempre liándola en el salón por cualquier drama que se nos ocurriese.

Y ahora que ya sabéis cómo llegó este chico a mi piso, volveremos a la actualidad. Al ahora. Bueno, un pelín más atrás, exactamente al 12 de marzo de 2020. Aquel día, que por cierto jamás olvidaré, en mi oficina se lió un follón que ni que el mundo se fuese a terminar mañana. A la mitad de la plantilla la despidieron a través de un ERTE muy maravilloso, y a los que corrimos mejor suerte nos mandaron a casa con un montón de aparatejos informáticos para poder trabajar en remoto.

Nos dieron una sutil explicación de cómo debíamos instalar todo aquello para que el sistema funcionase y después de un ‘mucha suerte‘ que sonó a apocalipsis total, nos abrieron las puertas para que nos largáramos. Fue como vivir una película de esas de Antena 3 de destrucciones y el fin del mundo en primera persona. El pánico se apoderó un poco de mí, vamos si se apoderó, como que llegué a casa con todo aquello debajo del brazo y solo quería llorar y esconderme debajo de una mesa.

En casa no había ni un alma. Me harté a llamar a mis compañeras pero obtuve respuestas cero. Para cuando me pude tranquilizar un poco decidí ponerme con todo aquel lío de cables imposibles que no tenía ni idea de cómo conectar. Yo no soy informática, ni me acerco un poco a un técnico de nada, no no y no, soy de letras, de leer y escribir. ¿En qué parte de mi curriculum se podía intuir algo sobre mis aptitudes en redes? Pues eso, en ninguna.

Mis niveles de frustración iban en aumento cuando escuché la puerta de casa. Al fin, vida, personas, gente con la que desahogarme. Salí corriendo de mi cuarto y en la misma entrada encontré a Mateo quitándose el abrigo. No, no fue una decepción, pero realmente esperaba alguien con quien tuviera un poco más de confianza para aquel momento tan duro.

Vaya, ¿a ti también te han enviado a casa?‘ Mateo sonaba mucho más animado que en otras ocasiones.

Sí joder, y estoy desesperada. Tengo que montar un puto equipo remoto para poder trabajar desde aquí y no soy capaz. Soy una pringada total…‘ escupí sin parar esperando que al soltarlo el estrés se liberara un poco.

Déjame que me ponga cómodo y te echo una mano, ¿vale?

A ver, sabía que Mateo era ingeniero técnico pero quizás por el agobio general no había contado con que probablemente él podría ayudarme. Es decir, que en lugar de llorar como una gilipollas pude haberle pedido ayuda como la gente normal. ¿Había quedado como una niñata idiota? Evidentemente.

No debía ser del todo fácil porque aquel chico que dormía pared con pared conmigo se pasó casi dos horas enchufando cables y maldiciendo el ordenador un par de veces. Pero lo importante fue que al final fui capaz de ver mi escritorio de la oficina como si estuviera allí mismo, y eso era muy buena señal. Me ofreció la palma de la mano para que le chocara y yo lo hice volviendo un poco al instituto, la verdad.

El tiempo pasaba y en casa no aparecía nadie más. Me empezaba a preocupar hasta que una tras otras, mis dos compañeras de piso decidieron dar señales de vida. Ellas dos, primas hermanas, un poco llevadas por el miedo se habían ido directas al pueblo, a casa de sus respectivos padres, para pasar allí los días que se avecinaban.

Entre otras cosas las llamé desgraciadas y mala gente, que lo mismo me pasé un poco, pero no contaba yo que ellas, mis colegas, me fueran a dejar tirada en un momento como el que se nos venía encima. Y al colgar miré a Mateo, que asomaba desde la cocina esperando noticias. Su gesto no me dijo absolutamente nada nuevo, le dio un mordisco a su clásico sandwich y volvió a su cuarto en silencio.

Lo que vino después no fue para nada mejor. El presidente del Gobierno decretaba un confinamiento general para todo el país. Nada de salir salvo fuerza mayor. Nada de pasear, de ir a tomar unas cervezas, de salir a bailar… Escuchaba las palabras de aquel hombre en televisión pensando en todo el tiempo que me quedaba por delante en aquel piso que parecía vacío, y entonces escuché los pasos de Mateo por el pasillo.

Joder, ¿estás bien?‘ las palabras de mi compañero de piso sonaban a mi espalda, serias y a la vez afables.

Un poco asustada… Van a ser muchos días…‘ me temblaba la voz, no podía dejar de pensar en mis padres, en mis abuelos, en el pueblo.

Mateo posó su mano sobre mi hombro en gesto de apoyo. Yo se lo agradecí con una mirada y quise venirme arriba un poco. Al fin y al cabo no nos iban a mandar a la guerra, lo único que teníamos que hacer era quedarnos en casa y pasar esos días de la mejor manera posible. Intentando parecer animada me acerqué a la nevera y saqué lo primero que tuve a mano, una botella a medio terminar de un vino portugués que en su día había traído Olalla.

¡Qué no decaiga!‘ y le di un sorbo a aquel vino que sabía a vinagre del bueno.

La fiesta me duró poco. Yo veía que Mateo estaba intentando poner de su parte para que yo no estuviera sola pero no éramos capaces de congeniar. Me hacía la comida y lo escuchaba acercarse preguntándome qué tenía pensado comer, me ponía una serie de noche y se sentaba a mi lado para, sin darse cuenta, destriparme toda la trama. No me enfadaba, pero me fastidiaba muchísimo no poder tener conmigo a una persona más abierta, más como yo.

Yo además tampoco ayudaba demasiado. Los días que bajaba a hacer compra le preguntaba si necesitaba algo pero tampoco era capaz de ofrecerle el ir al supermercado juntos. Ni siquiera lo invitaba a ver una peli a medias en el salón, ni le contaba ese chiste viral sobre el coronavirus… No me salía, me faltaba contacto con él, y ni el estar allí encerrados lo estaba arreglando.

Por eso me sorprendió muchísimo aquella tarde, que ni recuerdo de qué día, cuando Mateo llamó a la puerta de mi habitación. Intentaba terminar un informe con ganas cero y lo escuché sin creerme demasiado lo que me estaba diciendo.

Oye, que he pensado, que igual no te apetece o igual sí, pero ¿te importa si hoy hago yo la cena y te invito?

Su cara se encendió como una bombilla incandescente. Aquella propuesta sonaba a tratado de confraternización por todos lados.

Claro que sí Mateo, encantada.‘ Le sonreí dando gracias por tener algo que hacer más allá de pintarme las uñas viendo otro capítulo de Outlander.

Se lo tomó en serio, muy en serio. Tanto como que dos horas antes de cenar ya lo escuchaba en la cocina golpeteando ollas y rebuscando en los cajones de los cubiertos. Le ofrecí mi ayuda un par de veces pero en ambas me pidió que lo dejara a su aire, que necesitaba concentración para clavar una receta que había probado en un restaurante francés. Era como ver a un elefante en una cacharrería, pero me podía la curiosidad. ¿Cenaríamos algo fantástico o al final tocaría sandwich?

Fue sorprendente porque allí donde yo solo veía a un tío desubicado, resultó haber un cocinillas escondido que se marcó un platazo para el recuerdo. Era pollo, con una salsa exquisita, con ciruelas, con especias… Era como saborear el cielo, mucho más después de varios días de pasta con atún y bocadillos fríos delante del ordenador. No me lo podía creer. Aquella cena de confraternización había sido un éxito ya no solo por la comida, sino porque delante de aquel plato Mateo empezó a hablar, a ser un poco más él y no un hombre planta.

Ya lo sé, no soy el mejor compañero del mundo, pero te juro que soy una persona divertida…‘ su mirada apuntaba a todas partes menos a mi cara. ¿Estaba incómodo, era eso?

¡Seguro! Pero es que el vivir con alguien no tiene que significar ser súper colegas. Lo que nos ha tocado ahora es algo muy excepcional, muy raro, y hay que pasarlo como podamos.

El resto de la cena pude enterarme de que sí, su novia lo había echado de casa, entre otras cosas porque ella se había liado con un compañero de trabajo y el piso estaba a su nombre. También que además de técnico en una oficina de ingeniería solía jugar al baloncesto en un equipo de viejas glorias. Y, lo mejor de todo, que amaba el jazz sobre todas las cosas.

¿Y por qué nunca he escuchado música saliendo de tu habitación?

No me gusta molestar, siempre utilizo auriculares, pero vamos, que si cualquier día quieres agasajar a tus oídos con el mejor jazz de la historia, solo tienes que pedirlo…

Aquella noche descubrí al verdadero Mateo. A un chico hablador y diferente que en poco o nada se parecía a cualquier hombre que hubiera conocido hasta entonces. Me despertó ternura, muchas ganas de contarle mis cosas, y en el fondo agradecí que fuera él y no otra persona desconocida la que tuviera que pasar conmigo aquellos días de confinamiento.

Las jornadas siguientes fueron completamente distintas a lo que hasta entonces había sido la cuarentena. Ambos teníamos que trabajar desde casa, así que una mañana desayunando decidimos llevar nuestros equipos al comedor para hacernos compañía. De repente aquella sala se había convertido en una verdadera oficina en la que él revisaba hora tras hora un montón de líneas en su ordenador y yo tecleaba sin parar para llegar a tiempo a las entregas que tenía pendientes.

Bromeábamos como dos idiotas con cualquier tontería que nos pasase por la mente. Poníamos la televisión y nos mirábamos serios ante las noticias sobre lo que continuaba ocurriendo fuera. Su madre llamaba casi tres veces al día preguntándole si se había tomado la temperatura y a mi aquello no me podía parecer más dulce.

Por las noches juraba dejar de fastidiarme una película tras otra y yo le dejaba sentarse a mi lado mientras se mantuviera en silencio. No entendía cómo lo hacía, pero se las había visto todas. Yo tenía por delante un millón de pelis que mi falta de tiempo no me había dejado ver, y él en cambio podía contarme de principio a fin cualquiera que yo le dijera. El plan era hacer un buen bol de palomitas y, sin decir ni pío, disfrutar de la película. Pero al final siempre la terminábamos cagando, yo por preguntar ansiosa y él por no saber callarse.

Pero sobre todo, si tengo que destacar un instante, un solo instante, fue el del jazz. Había tenido un día horrible. Mi madre me había llamado asustadísima para contarme que acababan de diagnosticar a mi hermana. No estaba grave, de hecho se encontraba en casa junto a ellos, pero el susto y los nervios no nos los quitaba nadie. Desde que había hablado con ellas una especie de inyección de realidad me había sacudido por completo. La burbuja feliz en la que llevaba viviendo tantos días era en el fondo irreal. Lo real era aquello, gente enfermando, personas exponiendo su vida.

Sin ganas de nada, me encerré en mi habitación solo con fuerzas para llorar y maldecir al mundo. Mateo me había escuchado hablar por teléfono y desde aquel instante no había sido capaz de acercarse a la puerta de mi cuarto. Dormité un rato, entre llanto y llanto, agotada por la presión y la ansiedad que estaba sufriendo. Ya por la tarde escuché un par de golpes suaves en mi puerta.

No he querido molestarte hasta ahora, pero igual un poco de aire te viene bien, ¿no?

Sin hablar seguí a Mateo hasta el balcón de nuestra casa. Fuera el sol volvía a brillar como hacía tiempo. La calle desierta, solo se escuchaban los pájaros que volaban libres sobre un Madrid totalmente paralizado.

¿Qué día es hoy?‘ pregunté de repente dándome cuenta de un detalle importante.

Mmmm… 23 de marzo, sí…

Joder, hoy es mi cumpleaños…‘ dije sin dejar de mirar al cielo y llenándome los pulmones de aire.

¿Perdona? No no no, no puedes pasar tu día de esta manera, confinados sí, pero no en la mierda.

Mateo salió corriendo dejándome en el balcón sola y bastante desorientada. No sabía de qué iba aquella movida hasta que lo vi regresar al salón con un pequeño equipo de música y un altavoz del que, al instante, comenzó a salir un temazo de jazz que solo nos llevaba a bailar como si no hubiera un mañana.

Él empezó a moverse a medio camino entre la sala y el balcón, animándome a mí a seguirle. La música sonaba cada vez más alta y yo me movía intentando imitarle y sin poder dejar de reír. Era una canción que transmitía una felicidad que nos hacía falta, que llevábamos demasiados días escondiendo detrás del miedo. Entonces me giré para mirar de nuevo la calle y pude verlo, era como magia. Nuestros vecinos y vecinas, mayores y jóvenes, niños, casi todos se habían asomado llamados por la música y seguían nuestro baile medio marciano.

De pronto Mateo se acercó al balcón y en un grito que casi me hizo llorar les informó a todos de que era mi cumpleaños. Todo el mundo empezó a aplaudir y a silbar, hasta aquella señora que me miraba tan mal cada día en la panadería. Éramos todos a una, bailando con aquel jazz genial y olvidando por un momento aquel encierro obligatorio por el que estábamos pasando. Sí, puede que de todos mis cumpleaños aquel haya sido el más importante de mi vida. No hubo regalos, ni fiesta en una súper discoteca, ni copas hasta las tantas… Pero hubo unión y comunidad, cariño de la gente totalmente desconocida.

Dos bailes después una lluvia torrencial nos obligó a volver al interior dando por terminada la sesión de jazz improvisada. En el salón todavía sonaba la música, ahora algo más tranquila, y decidí que era un buen momento para brindar por mí, por Mateo y por todos nuestros compañeros.

Nuestra nevera era un sinsentido de comida y bebida que no había por donde coger, pero muy en el fondo encontré dos botellines de cerveza que había comprado unos días atrás. Le cedí uno a Mateo y tras un brindis sin palabras los dos le dimos un largo trago a las cervezas heladas.

Cuando separé el botellín de mis labios pude verlo frente a mí, mirándome en silencio, rodeado de aquella música rítmica que me sacaba una sonrisa nota a nota. Él sonrió y dejando la cerveza sobre una mesa me tendió una mano invitándome a bailar junto a él.

Ah, pero espera, ¿también bailas agarrado?‘ pregunté posando mi botella rápidamente.

Sin darme una respuesta me tomó de la mano y me llevó junto a él para hacerme bailar a su ritmo. Ni por un millón de euros hubiera apostado el estar bailando de aquella manera con Mateo si me lo hubieran dicho un mes atrás. Me hacía girar y reír, él tarareaba y cantaba volviéndose un poco loco por aquella música. Yo le seguía sin poder borrar la sonrisa de mi cara. Y entonces, en un giro que casi me descoyuntó por completó me agarró de la cintura para no dejarme caer.

¿Lo ves? El jazz todo lo cura…

Me incorporé despacio dándole la razón con mi mirada y un poco buscando su aprobación a lo que estaba a punto de hacer. Mateo me devolvió la sonrisa y yo me acerqué lentamente para encontrarme con sus labios. El jazz continuaba envolviéndonos a los dos, mi ritmo se aceleró y sentí como el suyo también lo hacía.

Mateo me devolvía el beso con una pasión que nunca había sentido. Eran las siete de la tarde del día de mi cumpleaños en aquella cuarentena, y los dos nos estábamos lanzando juntos a una aventura que un maldito virus nos había puesto en bandeja.

Mi Instagram: @albadelimon

Fotografía de portada