Era la segunda vez que Antonio me amenazaba con irse al ejército.

La primera vez lo cumplió, llegó a irse, y eso me destrozó por completo. Estuvo fuera tres meses, hasta que juró bandera y le asignaron un destino. Creía que el mundo se acababa, que no sería capaz de mantener una relación a distancia. Él se iría a Asturias, y yo me quedaría en Málaga, así que estaríamos cada uno en una punta de la península.

Todo es muy intenso cuando eres adolescente, todo duele más, es más dramático, así que sentía que moriría sin él. Las últimas semanas fueron las peores de mi vida, o eso pensaba yo cuando aún no era consciente de lo mucho que se puede sufrir a lo largo de toda tu existencia.

Por eso quizá me alivié cuando, al día siguiente de la jura de bandera, un coche le pasó por los dedos del pie a Antonio y prefirió volver a casa a recuperarse, aún a sabiendas de que lo perdería todo y, en el caso de volver a querer entrar en el ejército, tendría que volver a repetir todo el proceso. Pero «lo perdería todo menos a mí», o eso fue lo que me dijo en su regreso a Málaga, como dándome a entender que el accidente no había sido tan accidental y que lo había considerado como la única forma de volver a mi lado.

Quizá te suene muy romántico pero, a mí, las cuerdas usadas fuera del dormitorio me oprimen demasiado.

Tenía diecisiete años, estaba a punto de entrar en la universidad y el «para toda la vida» comenzaba a hacérseme bola de forma inconsciente.

Ignoré el nudo en la garganta, ese peso en el pecho que me oprimía y me ahogaba y achaqué esa falta de aire a la ansiedad de los exámenes de segundo de bachillerato.

Entré en la universidad y conocí a un grupo de chicos y chicas que compartían gustos, aficiones, risas, anécdotas y formas de ver la vida. Todos con sueños y aspiraciones, todos con un futuro prometedor por delante, todos menos Antonio, que se había estancado en la comodidad de su casa, sin estudiar, sin trabajar y sin luchar por nada que no fuera por mí.

Me convertí en su bien más preciado y, cuando lo eres todo para una persona, esa persona se aferra a ti con uñas y dientes y todo, hasta el más mínimo movimiento, lo ve como un intento de escape.

Yo siempre intentaba incluirle en nuestros planes, permitir que mis amigos y compañeros conocieran a mi pareja y, lejos de lograr una integración, lo único que conseguía era que Antonio se volviera más posesivo por culpa de sus inseguridades. Él, al igual que yo, al igual que todos nosotros, se había dado cuenta de que no encajaba, de que era esa pieza extra que se cuela por error en algunos puzzles; cuando, años atrás, él y yo formábamos un puzzle de solo dos piezas y no nos importaban el resto, ya que las considerábamos relleno.

Las tardes en su casa, que antes lo eran todo para mí, se convirtieron en algo insoportable. Me encontraba en casa con mi madre y, cuando llegaba el momento de verle (antes tan ansiado), me ponía a llorar como una magdalena.

—¿Qué te pasa, cariño? —Me preguntaba mi madre, preocupada.

—No quiero ir a casa de Antonio.

—Pues no vayas. —Ella siempre fue sabía— ¿Os ha pasado algo?

—Nada.

—Entonces, ¿Cuál es el problema?

—Precisamente, ese es el problema.

Al final me obligaba a ir y me refugiaba en el sexo con él, que seguía siendo estupendo. Pero, cuando lo único que te queda en una relación es el sexo, significa que esa relación ha muerto. Aunque eso yo no lo sabía.

 

Tras varias charlas con mi madre, descubrí que lo mejor era dejarle, y así lo hice.

Lo dejé destrozado. Lo sé. Me lo dijo. No dejó lugar a la duda o a la imaginación.

Pero, tras dejarle, seguía estando en un estado de ánimo deplorable e, ilusa de mí, creí que entonces sí que lo quería, que me había equivocado.

Pasaron casi dos meses hasta que volví a quedar con él con la intención de arreglarlo.

—Pero debes saber que vuelvo al ejército —me advirtió Antonio.

—No me importa. Lo único que importa es que te quiero.

—¿Estás segura? —Más tarde comprendí que esta pregunta hacía referencia a mi segunda afirmación, y no a la primera, pero yo creía que se refería al hecho de irse nuevamente al ejército.

—Completamente.

—Vale, entonces volvamos. Yo también te quiero, nena.

 

Volví con él una semana antes de cumplir cinco años juntos. Le volví a dejar dos días después de cumplir esos cinco años.

Yo creía que había sido por culpa de un tonteo con promesas por parte de un compañero de clase, pero realmente no me habría fijado en él de ese modo de haber tenido una relación sólida con Antonio. Porque, antiguamente, cuando estábamos bien, no tenía ojos para nadie salvo para él.

Cuando quedé con él por última vez, fuimos a dar un paseo por el parque. No íbamos cogidos de la mano, como solíamos hacer, aunque tampoco permanecíamos demasiado lejos.

—Antonio, tengo que hablar contigo…

—Vas a dejarme otra vez —me interrumpió. Y, antes de que pudiera decir nada más, añadió:— Ya no me quieres.

Iba a decir algo más, pero las lágrimas se me quedaron atascadas en la garganta y desbordaron mis ojos.

 

No sabía que no lo quería o, al menos, no era consciente de ello hasta ese preciso momento.

 

Porque, cuando te repites una frase a diario durante varios años, terminas por creértela y aceptarla como dogma. 

Por eso esa vez no me había importado que se fuera al ejército.

Porque, cuando dejas de querer a una persona, sus actos dejan de tener relevancia.

Porque, como decía la gran Rocío Jurado, a nosotros «se nos rompió el amor de tanto usarlo».

 

@caoticapaula