Sé que nunca me creyó capaz de hacerlo. Siempre me vio como la muñequita que utilizaba para aplacar sus deseos más oscuros. Aquellos deseos que su mujer no quería complacer ya fuera por vergüenza o porque simplemente, no le apetecía poner en marcha ese tipo de juego. Sin embargo, aquella noche en la cabaña más apartada de la playa, quise demostrarle de lo que era capaz de hacer si me dejaba llevar las riendas.

Quizá la cama no era la misma de siempre, las sábanas no eran tan suaves como las que habíamos manchado las otras tantas veces pero su cuerpo me hacía sentir que estaba donde debía estar, que no importaba el lugar sino los gemidos y las corridas que nos íbamos a dedicar. 

Me besó con suavidad y comenzó a desabotonar mi camisa. Aquella noche me tocaba de otra forma, sus caricias eran más cálidas y sus ojos mostraban más ternura que lujuria y, ese sentimiento me asustó mucho más de lo que esperaba, posiblemente porque jamás llegué a aceptar que me correspondería en ese terreno. 

Cuando la camisa cayó sobre la madera, se mordió el labio y, con la yema de los dedos recorrió todos y cada uno de los lunares que cientos de veces había humedecido con su lengua. No pude reprimir un escalofrío y, fue entonces cuando aquella breve risotada me descolocó totalmente. No entendí qué le hacía tanta gracia hasta que rememoró la primera noche que apareció sin avisar tocando la puerta de mi casa. No estaba todo lo sexy que esperaba con mis medias altas, el unicornio multicolor plasmado en la camiseta del pijama y la coleta alta y despeinada. Recuerdo que me miró de arriba a abajo un par de veces, estalló en una risa estridente y, cuando por fin se calmó, sonrió y me enseñó la botella de vino que pretendía beberse. Recuerdo cuánto me enfadé aquella noche y, cuando escuché de nuevo aquella risa encerrados en la cabaña, un bochorno desconocido hasta aquel momento se apoderó de todos mis sentidos y de cada una de mis extremidades. No dejé que volviera a besarme, esquivé cada uno de sus intentos por volver a tocarme y eso le aturdió. Me miró sorprendido y aproveché ese momento para tirar de su chaqueta y empujarle sobre la cama provocando el ruido chirriante del movimiento de la cama contra la base de madera. 

No podía quitarme el ojo de encima, no dijo absolutamente nada pero pude ver su completa confusión al fijarse en que mis manos ya no temblaban y que era yo la que, por primera vez en mucho tiempo, se bajaba la cremallera de la falda. Me quedé desnuda ante él con mirada desafiante, me acerqué y, aunque no estaba entre sus planes, se dejó hacer. No tenía ni idea de cómo reaccionar ante lo que estaba ocurriendo. 

No quería quitarle toda la ropa, no quería darle la satisfacción de sentir el calor que emanaba, no quería darle todo lo que había hecho suyo cientos de veces durante los meses anteriores. Quería torturarle como me había hecho a mí y hacerle suplicar. 

Me fue mucho más fácil atarle las manos al cabecero de la cama de lo que había imaginado, quizás el factor sorpresa unido a las copas de más que llevaba encima jugaban a mi favor y no podía desaprovechar semejante oportunidad. Desabroché los primeros botones de la camisa y disfruté del recorrido de sus tatuajes utilizando la lengua para hacerlos brillar por la humedad de la saliva. Noté a la perfección la tensión de su cuerpo cuando llegué a su punto débil y el escalofrío que lo invadió no me pasó inadvertido. Trató de decirme algo pero mi lengua se apoderó de su boca y, con rabia contenida, mordí su labio inferior mientras me ponía manos a la obra quitándole el cinturón y bajando poco a poco el pantalón. Solo dejé fuera aquello que tantas veces había llenado mi boca y lo masajeé lentamente mientras lo miraba desafiante directamente a los ojos.

No pudo esconder su mueca de placer y mucho menos fue capaz de controlar que se pusiera más dura entre mis manos. Durante unos segundos intenté hacer memoria para recordar si alguna vez le había visto tan excitado pero deseché la idea en cuanto la noté palpitar. Me pedía a gritos que la tocara, que la lamiera, que la chupara y la llevara hasta lo más profundo de mi garganta e, iluso de él al creer que le regalaría el deleite de correrse en mi boca. Jugué con ella durante un rato y, justo cuando comenzó a suplicarme que aumentara la velocidad, paré en seco. La dejé sin contacto alguno con mi cuerpo y, me sentí como la perra más afortunada del mundo, mirándole a los ojos, sintiendo cómo me invadía el poder que, en ese momento, tenía sobre él y fue cuando la que rio fui yo. La que se divertía haciéndole exactamente lo que me había hecho tantas veces, dejándome con las ganas en el mejor momento, cuando más cachonda estaba. 

Las ganas de seguir jugando se apoderaron aún más de mí, me levanté de la cama y acerqué la única silla de la habitación a la cama. Me abrí de piernas tanto como pude delante de él para que pudiera ver con todo detalle lo que iba a perderse aquella noche. Humedecí los dedos con saliva a pesar de saber que no era necesario porque ya estaba tan mojada que, parte de esa humedad, ya hacía brillar la parte interna de mis muslos. Me mordí el labio al bajar la mirada a su pecho, me encantaba verle tan nervioso, tan ansioso… Comencé el recorrido desde la boca, pasando por mi cuello y rozando  suavemente los pezones duros y, cuando llegué al clítoris volví a mirarle a los ojos. Sonreí con malicia al echar un vistazo a su erección palpitante pidiendo a gritos que me sentara sobre ella y no dejase de mover las caderas hasta llenarme por completo. Eso me motivó aún más a seguir con la tortura, comencé a masajearme con dulzura, puse los ojitos suplicantes que tanto le gustaban y cuando llegué a introducir ambos dedos, me masturbé como sabía que le encantaba. Los metía con toda la dureza que era capaz de ejercer sobre mí misma, cuando sentía el latido de mi clítoris pidiendo más y más, los sacaba y los pasaba a su alrededor. Era un auténtico espectáculo observar cómo intentaba zafarse de las ataduras de las manos pero, había aprendido mucho de sus sesiones e hice aquellos nudos de la misma forma experta que él me los hacía. Cuando ya no fui capaz de soportarlo más, alejé de nuevo la silla de un pequeño empujón e hice aquello que me pidió en otras tantas ocasiones. Me senté sobre su boca y, con la mano derecha le cogía del pelo para hacerle saber quién mandaba mientras, con la otra, acariciaba aquella erección que pedía a gritos que la cabalgaran. Moví mis caderas de delante hacia detrás para sentir su lengua humedecer todos los puntos que me ponían, la vibración del movimiento y el sonido del cabecero de la cama me envolvieron y me corrí mirándole a los ojos. 

 

Por mi mente pasó el fugaz pensamiento de que jamás había sentido un orgasmo tan intenso y que,  aunque en el futuro aquella acción fuera a tener posibles consecuencias, por fin, comprendía por qué le ponía tan cachondo someterme.

Nuria Medina