Entre las sombras

 

Laura tiene ganas de fumarse un pitillo, así que sale por la puerta trasera de la discoteca, la que da a parar al callejón, y rebusca en su minúsculo bolso de mano. Nunca ha entendido por qué resulta tan difícil encontrar su pitillera en el bolso, ya sea grande o pequeño; pero sí que sabe que la oscuridad de esa pequeña calle sin salida y sus manos temblorosas a causa del alcohol no ayudan demasiado. Tampoco ayudan los traspiés sobre sus tacones de doce centímetros o que hayan escapado varios mechones de su recogido y se le esté metiendo el pelo en los ojos.

Escucha un chasquido al fondo del callejón, allí donde las sombras son más pronunciadas y su ausencia de gafas le impide adivinar lo que está ocurriendo.

Vuelve a escucharlo y, esta vez, va acompañado de una pequeña llama que no alumbra apenas la zona. Lo que intuye que es el fuego de un mechero solo le sirve para atisbar un perfil desdibujado entre las sombras. Aguza el oído y escucha un carraspeo seguido de una tos seca propia de la nicotina. Piensa en Roberto, y en cómo le insistía en que dejara de fumar mientras ella encendía un cigarro tras otro, y sonríe acordándose de él y echándole mucho de menos.

Ha encontrado sus cigarros, pero no su mechero. Baraja la posibilidad de volver dentro y pedir uno prestado, pero se le quitan las ganas cuando abre la puerta unos centímetros y el ruido ensordecedor del mambo la inunda.

Ha perdido las ganas de bailar, solo quiere un maldito cigarrillo y pensar en Roberto enterrándose entre sus piernas.

Se pregunta si sería buena idea adentrarse en las sombras y pedirle al desconocido que le encienda su pitillo, pero algo en su interior le indica que vuelva a la discoteca y se olvide de fumar.

Las sombras del fondo del callejón empiezan a moverse al ritmo de unas pisadas lentas y pesadas; el humo denso de lo que parece un puro vuela en su dirección y el rojo de su llama está cada vez más próximo.

Todo su cuerpo se tensa, pero no puede apartar los ojos de la silueta del hombre, que se para justo antes de salir de la penumbra.

Acércate muchacha —su voz es ronca y aterciopelada, con un acento cubano, algo bastante normal dado el ambiente del local del que acaba de salir—. Acércate, yo encenderé tu cigarro.

Su cuerpo está paralizado y se le seca la boca. Ha perdido las ganas de fumar y éstas han sido sustituidas por ganas de mambo, pero no del que se baila en una discoteca.

Está asustada ante la perspectiva de tirarse a los brazos de un desconocido, pero no es la primera vez que lo hace, y sabe que tampoco será la última.

Acércate, que no muerdo —la afirmación, de por sí sospechosa, no lo sería tanto de no ser por la extraña risa suave que acompaña sus palabras.

Y, sin saber cómo, antes de que su cerebro le haya ordenado a sus pies que se muevan, se encuentra tambaleándose sobre sus tacones en dirección hacia las sombras; como arrastrada por una extraña fuerza invisible, una extraña cuerda la une a ella y al extraño y la hace caminar en una especie de trance.

Le tiemblan las piernas, pero esto no detiene sus pasos, se le seca la garganta a causa del extraño morbo de la situación y su entrepierna está húmeda, cargada de sudor y excitación a partes iguales.

Instantes después, su rodilla se encuentra entre las piernas del desconocido, acariciándolo con sutileza y notando cómo su erección crece por momentos. El cigarrillo, aún entre sus dedos, se le escurre lentamente mientras él le devora el cuello, tal y como ella se había imaginado con la promesa velada que él le había dedicado unos momentos atrás. Se queda sin respiración cuando sus ojos negros la miran directamente, cargados de deseo, y atisba entre las sombras la blancura de sus dientes asomando entre sus carnosos labios. Él se relame, y ella suelta todo el aire que había estado conteniendo en forma de humo de cigarro.

Laura no recuerda haber encendido el pitillo, ni siquiera haberlo deslizado entre sus labios y, mucho menos, haber llegado a darle una calada, pero el cigarro sigue quemándose entre sus dedos y desparramando las cenizas a los pies de ambos.

Él se acerca a su boca y la muerde y saborea como si se tratara del más rico manjar que jamás haya probado. Su boca sabe a puro, hierbabuena y azúcar moreno; esto, junto a las dimensiones del arma que carga entre las piernas la hacen recordar su viaje a Cuba y la hacen pensar en Roberto.

Es imposible que él esté aquí ahora, así que tendrá que conformarse con el desconocido. No sabe su nombre y solo puede llegar a imaginarse cómo será físicamente por los pequeños detalles que llegan a percibirse entre las sombras.

Deja las dudas atrás, se arrodilla entre las piernas del cubano, moja sus rodillas además de sus bragas y, tras bajarle la cremallera de la bragueta, se lo introduce en la boca con deseo. Cuando dirige su mirada hacia la cara del hombre, sólo ve su sonrisa y un movimiento de negación. Tira de ella hacía arriba y la vuelve a poner de pie.

Laura, si tú no te preocupas por protegerte, tendré que hacerlo yo —le susurra al oído.

Se sumerge en sus recuerdos y su mente vuelve a pensar en Cuba. Esa voz, antes desconocida, le resulta cada vez más familiar.

Ya no queda ningún atisbo de duda en sus entrañas, ya sólo jadea por lujuria.

El desgarro de lo que parece el envoltorio de un preservativo, junto con una fuerte embestida mientras la pared de la discoteca le moja la espalda la devuelven a la realidad.

Sólo es entonces cuando sabe con certeza a quién tiene enterrado entre sus muslos: Roberto.

@caoticapaula

 

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