Una amiga llevaba meses teniendo problemas con su vecino, un señor mayor que, por lo que nos contaba, no es precisamente de los que evita la confrontación. Es de esos que no tolera un ruido alto a deshoras, no permite que un coche roce el vado de su puerta y regaña a los críos en la calle si el balón al que juega rebota en su fachada. A mi amiga y a su marido, que tienen dos niños de 7 y 9 años, les estaba amargando la existencia con sus demandas diarias, que si el ruido o que si el coche.
Una mañana a mi amiga le cogió el ánimo torcido, cosas del día a día, y, cuando el vecino se le acercó a decirle que su coche pillaba parte de su garaje, no pudo controlarse y estalló. Le dijo que era un amargado, que no había nadie que lo quisiera en la calle, que tenía a todo el mundo harto, que los dejara en paz y que se buscara algo que hacer con su vida en lugar de llevarse todo el día ladrando.
A medida que mi amiga nos lo contaba, se iba sulfurando más y más, como si lo estuviera reviviendo todo. Hasta que, en pleno fragor, va y dice:
—No sé qué se cree, el gitano de mierda.
Ni siquiera entendiendo el contexto, ni siquiera por tener empatía con mi amiga, eso es algo que yo pueda dejar pasar. Mis principios me lo impiden.
—Llámalo “cabrón de mierda”, “cerdo de mierda” o algo por el estilo, pero no “gitano de mierda”.
—¡Yo lo llamo como me da la gana y a mí no me vengas a dar lecciones porque tú no sabes lo que es vivir con alguien así!
—Vale, llámalo como quieras, pero entonces quedas de supremacista y me cuesta más entenderte.
Entonces el enfado de mi amiga con el vecino se convirtió en indignación porque, presuntamente, una ahora ya no puede expresarse libremente, que solo era una frase hecha, que se ha dicho toda la vida, pero que ya no hay libertad de expresión, ni estando enfadada, porque hoy día todo el mundo se ofende.
“Esta te la guardo”
Desde aquel día, mi amiga me ve como algo parecido a un agente autoritario de la moral, mientras que ella es una pobre víctima de las iras infundadas de un vecino que no la deja vivir, ni a ella ni a su familia. Y, encima, yo no la entiendo y saqué de contexto una simple frase hecha.
Ahora, cada vez que saca el tema de su vecino, y lo hace continuamente, siempre dice “María, yo sé que tú no me entiendes”. Se ve que tiene la espina muy adentro porque el otro día, hablando de un crimen muy mediático, dijo “Yo no hablo de política, que luego aquella que está allí [señalándome a mí] me llama supremacista”. Ni siquiera estábamos hablando de política. Otras veces me recrimina que no corrija a tal o cual persona después de haber hecho algún comentario que ella cree que es ofensivo, pero que no lo es.
A ver, amiga, yo no hago alusión alguna a que tienes dos niños hipergritones a los que no se puede pedir discreción o decoro, porque tú y tu marido también os comunicáis a grito “pelao”. Asiento a todo lo que dices sin cuestionarte ni invalidar lo que sientes porque te estás desahogando, pero no pienso pasar por el aro del racismo o la xenofobia solo porque tú estés irritada.
Si no lo recriminas, eres cómplice
Detrás de eso de “Ya no se puede decir nada” hay una persona contribuyendo a la opresión, al estigma o a la desigualdad de un colectivo o minoría. Punto. Aquí no hay amistad que valga. Cada vez que evitamos reprobar a alguien por no parecer moralmente superiores o por evitar una confrontación, validamos este tipo de comportamientos y nos convertimos en cómplices.
No pienso caer en el relativismo y dejarlo pasar solo porque mi amiga es una persona algo elemental o porque hay una situación que la enfada. Si no sabe ser más tolerante y justa, que se ponga las pilas, que esto no es cuestión de estudios, ni de clase social, ni de edad. Es respeto, algo básico que cabe exigirle a todo el mundo.