El hombre no fue el mejor de los amigos, ni hijo o hermano, mucho menos llegó a ser un marido espléndido, pero si era un buen padre aún y con sus (muchos) defectos y limitaciones. Creo que de él ha sido del que más he aprendido ya fuera para bien o para mal y todavía hoy le recuerdo con una aunque sincera también agridulce sonrisa.

Fue de esas personas que vivieron los años 80 a tope y sé de muchos amigos suyos que no llegaron ni a los 30, por lo que para él superar los 45 ya fue un logro. Para ese entonces tenía su trabajo, su casa, su pareja, su familia y había decidido encauzar su vida de nuevo.

Lo que no sabía era que ese camino ya había sido tomado años atrás. Y cuando todos creíamos por fin que íbamos a ver la luz al final del túnel… ¡Pam! Le diagnosticaron cáncer de hígado. Intratable e insalvable. El día que consiguió decírmelo a mí le quedaban dos meses de vida (según los médicos). Aguantó tres: Quería llegar a mi dieciocho cumpleaños, pero murió pocos días antes.

No quiero lágrimas, no quiero apoyo. Quiero hacer una simple reflexión porque como he dicho mi padre murió cuando yo tenía 17 años. ¿Fue duro para todos? Sí. Obviamente. Pero a diferencia de la familia y sus amigos, yo era una adolescente y aún me quedaba mucho por aprender (y por entender).

Recuerdo ese día como ningún otro de mi vida: Recuerdo la llamada de mi tía, que hora era y a mi madre esperándome en el umbral del pasillo ya llorando. Recuerdo que mis amigos estaban en el portal de mi calle cuando bajé para ir todos al tanatorio. Y cuando llegamos allí recuerdo que no cabía nadie más en esa sala (cosa sorprendente porque había herido a toda esa gente en algún momento de su vida y aun así allí estaban, porque se hacía de querer el muy cabrón), y ¿cuál fue el comentario que más oí ese día?

“Por lo menos ahora se ha acabado todo y podrás disfrutar”, “No llores, él te quería mucho y no querría verte así” y el que se lleva la guinda del pastel fue el “Tienes suerte que se haya ido, ahora tienes la vida solucionada.”

Repito: Un grupo de adultos en bandada dando estos consejitos de mierda a una niña de diecisiete añitos. Yo dentro de mi vorágine de sentimientos solamente era capaz de sonreír con toda mi controversia en la cabeza y asentir y a día de hoy aún me cuesta gestionar las respuestas cuando explico lo que sucedió o me preguntan por qué tengo un piso de propiedad heredado y viene el “¡ostras qué suerte!”. En mi cabeza siempre habrá el “¿Suerte? Preferiría tener un padre”.

Ahora (muchísimos años después, habiendo sido capaz de relativizar la situación y de superarlo con ayuda de varios profesionales) sé que trataban de animarme y de hacerme ver el lado positivo, PERO sus palabras lo único que hicieron fue hundirme más en el dolor. No vieron a la niña vulnerable quien tenían delante ni empatizaron con el hecho que por muy hijo de puta que fuera… Era mi padre. Y le había perdido.

Moreiona