¡Hola gente!

Sé que este texto no es el primero precisamente que ha salido sobre tetas y tampoco será el último, pero las Lolas dan mucho de qué hablar y gran parte de ello es muy divertido.

Si hablamos de tetas, yo reduzco muy subjetivamente todo tallaje a estas tres unidades ordenadas de menor a mayor: Lolitas, Lolas y Doñas Dolores. Las mías son Doña Dolores con todas las consecuencias, aunque quizá debería hablar de Lolazas, que suena más cariñoso.

Las tengo muy asumidas. En cuanto pasé de ser una niña normal a una adolescente gorda con Doñas Dolores no me quedó otra cosa que hacer. Para mí hubo un punto de inflexión más allá de esas miradas al espejo preguntándome si ese nuevo cuerpo iba a ser realmente el mío. Se trató de mi encuentro con el tipo que vendía bocadillos en el colegio.

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Os explico. Junto al colegio había una cafetería. Los críos, espabilados ellos, habían abierto un agujero en la verja que daba al bar. Así, los de la cafetería hacían un negocio cojonudo pasando tostadas y zumos a través del agujero. Era un puntazo y, cómo no, el dueño conocía a toda la chavalada.

Un día, al poco de comenzar en el Instituto, me encuentro con el fulano y, con mi más inocente intención, se me ocurrió saludarle y preguntar qué tal estaba. El tipo no me miró ni un momento a la cara. Se quedó mirándome las tetas sin el menor disimulo y, no contento con esto, me preguntó si las tenía así de hacer pesas. A modo de réplica le tenía que haber preguntado si él se pisaba los huevos de ese modo a base de tirar de ellos o si su lentitud era una cosa natural.

Esto sólo fue el principio. No tardé mucho en descubrir que ejercía una suerte de atracción brutal en los señores de más de cincuenta años y entre los jubilados directamente lo petaba: a mi paso chasqueaban la lengua, murmuraban barbaridades o exclamaban frasecitas del tipo «¡vaya carreta!».

Gracias chato.
Gracias chato.

Aunque son episodios que dan bastante asco, una se lo toma con humor y hubo uno de ellos que me hizo especial gracia. Yo estaba cruzando un puente y delante de mí, a pocos metros, otra muchacha también lo cruzaba. La chica era un bellezón según los cánones: alta, delgada, bien proporcionada, rubia, pelazo. De frente venía uno de estos jubiletas deslenguados que cruzaba el puente en sentido contrario. Al verme, me paró un instante y se limitó a decirme: «¡Que sepas que estás más buena que la que va delante!«. ¡Qué menos que agradecer tal información!

Por otro lado, según descubría que levantaba pasiones entre este público tan concreto, comprobé también que las señoras de esa misma franja de edad se ponían muy críticas con mis compañeras de peripecias. Una vez una pariente, concediéndose más confianza de la que nunca le había dado, me abordó preguntándome si no se me había ocurrido encorvarme un poco para disimularlas. Aquí mi versión adolescente estuvo rápida; tuve los reflejos de contestarle que yo no me encorvaba por nada ni por nadie, que no tenía nada que esconder. No siempre he tenido la misma rapidez de reacción.

En muchos años de convivencia con ellas me han pasado muchas cosas. Podría hablar de la dificultad para comprar camisetas y sujetadores, de cómo esos sujetadores te acaban apuñalando a la que te descuidas, de cómo una vez casi me cae una zarpa en plena teta aprovechando que estaba dormida en un autocar (me despertó mi sexto sentido justo a tiempo y no llovieron hostias de milagro) o incluso de otros problemas colaterales como la aparición de una colección de estrías simplemente durante el desarrollo, las terribles escoceduras bajo el pecho en los veranos o el triste efecto que ejerce la gravedad sobre unas Lolas abundantes… a menos que sean de goma ¡esas sí que no se caen!

Las mías tienen vida propia.
Las mías tienen vida propia.

A veces he fantaseado con la posibilidad de llevarlas sueltas; echarle ovarios a la cosa y con cualquier vestido pasar completamente del sostén. Si las chicas de pecho pequeño lo hacen ¿por qué yo no? Sin embargo, todavía no tengo tantos huevos. Si algún día hago el experimento, lo suyo sería caminar con una cámara oculta. Apuesto a que las caras que me obsequiaría el personal no tendrían desperdicio.

«¿Y con los tíos qué?» os preguntaréis. Pues bien, ninguno se ha quejado; más bien todo lo contrario, de contentos a entusiasmados, y eso a pesar de que distan mucho de ser perfectas. Sólo una vez, hace bastantes años, di con uno que, aunque tampoco se quejaba, tuvo la frescura de dejarme caer que no quería presentarme a gente porque se avergonzaba de mi pecho, un reparo que os digo que en la intimidad no tenía. Por supuesto, se fue a pastar. Pobrecito, se trata del mismo elemento que en cierta ocasión me dijo que jamás podría salir con una persona a la que no le gustara Star Wars. Con eso ya os lo he dicho todo.

Como diría un sabio (más o menos) yo soy yo y mis tetas son mis circunstancias; quien me quiera a mí, deberá quererlas también a ellas. ¡Ahí va eso!

Silvia M.