Veinticinco segundos. Veinticinco segundos es lo que tardaron mis pupilas, cegadas por el resplandor de la pantalla, en comprender lo que él me decía. Ha habido otra. Tres simples palabras que separadas, no significan nada, pero que juntas, joder, juntas te revientan por dentro. ¿Cómo pueden doler tanto doce putas letras?

Y entonces vinieron los celos. La ira. El dolor a raudales. Y miles de imágenes desgarrándome por dentro. Tú, que en ese momento eras una cara borrosa, acariciándolo. Pasándole la mano por su pelo negro, como tantas otras veces yo lo hice, bebiéndote su saliva, aspirando su olor.

Me sentí violada aunque estuvieras a miles de kilómetros y nunca me hubieras tocado. Él se sentía tan mío que la simple idea de que otra lo tocara me provocaba arcadas. Y las preguntas se arremolinaban en mi interior.

¿Quién eras? ¿Serías guapa? ¿Cómo fue vuestro primer beso? ¿Cómo se sentía el tacto de su piel contra la tuya? ¿Le gustabas más que yo?

Bastó que tú entraras en la ecuación para yo sentirme fuera del juego. Insegura como nunca. Inservible, desechada, y sobre todo, insuficiente.

Me dediqué – y a veces aún lo hago- a imaginaros juntos. A fantasear sobre cómo surgió la chispa. Si se la pusiste dura. Si te mordió el labio con deseo, si desabrochaste los botones de su camisa. Y el dolor me golpea tan fuerte en las costillas que pierdo la respiración.

Y te odio. Te odio con toda mi alma aunque es a él a quién debería odiar. Te odio irracionalmente porque me arrancaste un trozo de mí. Te odio porque para ti, él era uno más, alguien por el que no te pasarías la noche despierta sólo por verlo descansar, y eso, eso me parece imperdonable.

He llorado mucho desde que todo aquello pasó. He llorado porque estaba enamorada y él me rompió el corazón, he llorado porque he tenido miedo de que volvieras y he llorado porque me sentí traicionada y estúpida.

Y sobre todo,  porque dejé de ser la chica que conocía. Dejé de ser yo misma. Me volví alguien inseguro, celoso, controlador, compulsivo. Y te culpaba a ti. A miles de kilómetros habías conseguido llenarme de mierda. Molerme los huesos. Y hoy, medio año después, me siguen escociendo las cicatrices.

Podría soltarte la retahíla de que gracias a ti aprendí lo poco que valía él. Que me sirvió para abrirme los ojos. Que tú no me debías nada y toda esa morralla del gracias. Voy a ahorrarnos tiempo a los dos. Eso yo ya lo sabía. Lo que él hizo no me sorprendió, era exactamente lo que esperaba de él. Pero tú podrías haber intentado recordar lo que se siente al estar enamorada, no querer ser partícipe de un juego tan rastrero en el que sólo se gana haciendo daño.

Así que por si aún no lo sabías, te odio. Os odio a los dos.