Él y yo nos conocimos en un avión.
Sí, así de telenovelesco.

Yo tenía diecinueve años, un día y medio sin ducharme y dieciocho horas de avión por delante repartidas en tres vuelos. Volvía a casa después de tres semanas de recorrer Italia, llevaba poco dinero en los bolsillos y vestía mi único par de bragas limpias. Era uno de esos días en que no estás para nada y para nadie y, como no podía ser de otra manera, fue ahí cuando lo conocí. Me tocó el 36C y a él el 36D. La conversación empezó con un Ciao en Malpensa, Milán, y la terminamos en un mal aterrizaje en O’Hare, Chicago, 10 horas después.

Él era italiano, tenía veinticinco y más actitud de la que es decente tener. Me preguntó por el libro que leía y yo me pregunté qué coño hacía ese pesado hablándome. Me pidió mi tarjeta de embarque y me dijo “tu nombre es italiano”. Que sí coño, que sí. No entendí hasta pasado un rato que el tío estaba ligando conmigo, y es que a los diecinueve una es lo único que puede ser a esa edad: imbécil. Caí rendida, por supuesto, de la única manera en la que uno cae a esa edad. Compartimos la comida. Encontramos gente en común a la que odiar. Se dejó tomar una foto por mí y escribió su email en la palma de mi mano. Me preguntó si había visto Before Sunrise, y coincidimos en que nuestra versión de American Airlines era mucho mejor, aunque con menos intensidad cinematográfica. Llegamos tarde a Chicago y ambos corrimos para no perder nuestras conexiones. Prometimos encontrarnos al recoger las maletas. Nunca más lo vi.

Como no podía ser de otra manera, perdí su email. Ya os dije lo único que una es a los diecinueve. El italiano del avión pasó a convertirse en una historia: era una historia buena, y yo la contaba de puta madre.

Volver a él era tan fácil. Cuando el presente no molaba mucho, cuando habían sido mierdas conmigo o yo (como siempre) era una bestia absoluta en el amor (no podría describirme jamás de otra manera) era inevitable recurrir a esas diez horas perfectas de avión. A ese pasado adulterado y recordado siempre a medida, siempre como era conveniente y quizá nunca como verdaderamente pasó.

En 2004, con veinticuatro, estrenaron Before Sunset y me pregunté si algún día él y yo nos reencontraríamos.
En 2013, con treinta y tres, estrenaron Before Midnight y me pregunté si es que así es como el amor acaba.
Y en 2015, a puntito ya de la tercera edad, recibí una solicitud de amistad en Facebook. Él.

Yo: Dios mío
Él: No me he olvidado…
Yo: 15 años después!
Él: Todo bien?

Pienso en ti a pesar de todo

Dí un par de vueltas rápidas por el salón gritando mierda mierda mierda mierda con las manos tapándome la boca. La fantasía de tantos, tantísimos años me estaba hablando por el messenger de Facebook y yo me quería morir.

¿MUY ROMÁNTICO TODO, NO?
Pues NO.

Un cotilleo rápido por nuestro Facebook nos reveló nuestras verdades envejecidas que dejaban muy atrás a los niños del avión. Luego de hablar unos cuantos días descubrimos que ya no nos interesaban las mismas cosas, no teníamos más las mismas inquietudes ni nos enamoraban las mismas historias. Ambos habíamos alimentado nuestra mutua fantasía con los años, la habíamos maquillado bonita con nuestros fracasos y le habíamos teñido las canas para mantenerla joven; pero llegado el reencuentro, no éramos más esa primera impresión del avión ni las personas que creíamos que éramos, ni el uno ni el otro.

¿Quién es una persona, al fin y al cabo? ¿La que en verdad es, la que te imaginas, la que quieres que sea para ti, la que el otro quiere o cree ser?

Pude ver por primera vez todo el camino que había andado desde los diecinueve. Sin tristeza alguna nos dijimos Ciao aceptando que no teníamos futuro y con la determinación de no querer vivir nunca más una fantasía con nadie: o la dejo en el pasado, o la traigo a mi presente. No quiero fantasear más en cómo es una persona ni llenar los vacíos de su personalidad con mis carencias y mi imaginación: quiero descubrir sus ronquidos de madrugada, oler su mal aliento por las mañanas y sorprenderme por sus enfados irracionales. Enfadarme yo también por mierda y media y quedarme en bragas, en el corazón y bajo las sábanas. Hacerlo real. Menos te quieros en texto y más te quieros al oído. Cogerlo del brazo, hundirme en su cuello, morirme de amor o morirme del asco, pero morirme. Pillar un avión si hace falta, perder las conexiones voluntariamente, dejar de inventarnos historias en la cabeza.

Porque la cabeza, señores, es muy cabrona. No hay que dejar pasar quince años para descubrirlo.