Esta pregunta lleva rondando por mi cabecita un par de semanas…

Todo comenzó cuando una compañera del trabajo con la que me llevo muy bien me presentó a un amigo de su novio. El chico era perfecto. Inteligente, divertido, sarcástico, trabajador y muy muy muy guapo (que oye, la belleza no es lo más importante pero si el tío en cuestión te atrae físicamente mejor que mejor). Intercambiamos nuestros número y empezamos a hablar día sí, día también. Todo iba viento en popa a toda vela, pero había algo que me frenaba.

¿Alguna vez habéis tenido la sensación de que algo es demasiado bueno para ser real? Así me sentía yo constantemente. Tenía un nudo en el estómago, un agobio que me impedía disfrutar del momento. Yo, que soy una enamorada del amor, que me monto películas dignas de Spielberg en el metro cuando un tío me mira… Y ahí me teníais, incapaz de disfrutar de las primeras citas. No había mariposas en el estómago, habían muerto intoxicadas.

En esta vorágine de sentimientos, yo no entendía nada. Lo único que quería era comprender por qué era incapaz de disfrutar del hombre perfecto, cuando un martes de golpe y porrazo obtuve la respuesta. Salí de trabajar a las ocho de la tarde y cuando iba a coger el autobús allí estaba él: mi ex. En ese momento me dio un vuelco el corazón y todas las mariposas moribundas que tenía dentro resucitaron.

La conversación no cundió mucho; nos dimos dos besos, nos preguntamos por nuestra vida y nos despedimos con la típica mentira de «ya quedaremos para tomar algo» sabiendo que sólo nos volveríamos a ver por azares del destino como esta vez.

Todo cuadró, era incapaz de disfrutar de mi presente porque no podía superar mi pasado. Aun sabiendo que la relación con mi ex estaba más que muerta, aun teniendo claro que fue un capullo que me hizo llorar ríos, no lo había superado. Y en ese momento, en medio de la calle más transitada de mi ciudad, me puse a llorar. La señora que esperaba el autobús junto a mí me dio un pañuelo y me dijo que no hay mal que cien años dure, y yo crucé los dedos con fuerza para que ese consejo también fuese aplicable al mal de amores.

Creedme, no le amo, pero hay algo dentro de mí que me impide olvidarle. Es una sensación que me obliga a parecer más interesante, más exitosa, más atractiva y más divertida cuando creo que me lo voy a cruzar. Algo así como una necesidad de salir victoriosa de la ruptura, como si necesitase demostrarle que pese a todo lo que me hizo sufrir, salí ganando.

No, no salí ganando, porque me libré de un capullo pero todavía arrastro las secuelas de una relación tortuosa que me impide enamorarme. Todavía sigo atacada con cuerdas y cadenas a un pasado que me atormentó. Todavía sigo imaginando realidades paralelas y cambiando mentalmente todas aquellas cosas que podría haber hecho diferente para no acabar rota. Si esto es la victoria, que se la quede toda él.