Hace cosa de un año decidí cambiar de aires y mudarme con mi mejor amiga. Después de toda la vida viviendo en el pueblo, Madrid nos parecía como los McFlurry del McDonald’s: PURA FANTASÍA. Hice las maletas, tiré mis fajas y solté mis lorzas en la gran ciudad. Libertad para ellas y libertad para mí.

Cuando nos asentamos en un piso medianamente decente y me salió un trabajito relacionado con lo mío, decidí que ya era hora de darme una alegría al cuerpo, y cuando digo cuerpo quiero decir CHOCHET. Sí amiguis, me descargue Tinder.

Tras un par de decepciones sexuales (iba con las expectativas muy altas, mea culpa), conocí a Pedro (nombre ficticio para proteger su intimidad y su trabajo). Tenía todo lo que me gusta en un tío: estudios, tatuajes y una mandíbula que cortaba el aliento. Le di like, me lo devolvió y empezamos a hablar.

Resulta que Pedro acababa de terminar un Máster relacionado con el medioambiente y ahora estaba haciendo unas prácticas como becario en un Centro de Tratamiento de Residuos. Hablamos, nos gustamos y acabamos quedando.

Primera cita, bien. Segunda cita, mejor. Tercera cita, chachi piruli. Y llegó la cuarta cita. Era un sábado normal y corriente, de esos en los que te apetece sentarte en una terraza y pillarte un pedo a base de cañas. BUM, le llaman del curro.

– Resulta que ha habido un problema con unos papeles y necesitan que vaya a revisarlo. Mira a ver si quieres acompañarme.

Tras media hora conduciendo, por fin llegamos al centro. Aquello era como los niveles del Super Mario, de mal en peor. Pasamos por tres zonas que olían a muerte. Imaginaos comida china mezclada con kebab puesta al sol durante una semana. Pues a eso olía ese lugar. Sí, lo sé, es un centro de residuos, no iba a oler a rosas, pero no me imaginaba que fuese tan horrible.

Total, que llegamos a la zona de las oficinas y allí no había ni Clifford, así que mientras hacía el papeleo me puse a curiosear. Pues la curiosidad mató al gato, porque me quedé cerrada en la zona donde estaba la piscina de lixiviados.

Para las que no sepáis lo que son los putos lixiviados, es el jugo que sale cuando se exprime toda la mierda. ¿Ves cuando tiras la basura y gotea? Pues algo así pero a escala bestial. Total, que ahí estaba yo. Encerrada al aire libre con unas verjas más altas que Pau Gasol y una puerta que no se abría.

“Mantén la calma tronca, que no pasa nada”, me decía a mí misma.

Saqué el móvil y llamé a Pedro…

Yo – PEDRO. AY PEDRO. QUE ME HE QUEDADO ENCERRADA EN UN SITIO. HUELE MUY MAL.

Y claro, yo por aquel entonces no tenía ni puta idea de lo que era una piscina de lixiviados, así que mi descripción del lugar no fue muy precisa.

Él – ¿Pero dónde estás? Dime dónde estás que voy.

Yo – Ay que no sé, que huele muy mal. Estoy fuera. Hay una piscina oscura. Huele a mierda tío.

Él – Hostia, la balsa de lixiviados. Ten cuidado.

Yo –  Que tenga cuidado por qué.

Él – No te metas dentro.

Yo – ¿Estás de coña, no? Cómo me voy a meter en una piscina llena de mierda si me da palo hasta bañarme en el río de mi pueblo.

Él – Vale, pues no te metas.

Yo – ¿Pero qué pasa si me meto?

Él – Pues que en las balsas de lixiviados hay una capa que no tiene oxígeno, y si te caes te puedes ahogar.

Así que entre el olor y el riesgo de ahogamiento, empecé a hiperventilar. Después me entraron nauseas y poté. Por suerte el muchacho no tardó en venir y me abrió la puerta, que estaba trancada por un mecanismo raro de seguridad.

Por lo que me contó, los de seguridad se echaron unas risas viendo el video el lunes siguiente y yo no quise volver a pisar el centro de residuos nunca mais. Pedro y yo seguimos juntos pero sin mezclar el amor con el trabajo.

 

Anónimo