Hay besos que nos ponen el pelo de punta, besos por compromiso, besos apasionados y apasionantes, besos que saben deliciosos o que nos producen rechazo, besos de vieja, besos de madre, de amor, de ternura… pero también hay besos que duelen, que duelen mucho.

Son los besos que se dan en los portales, al despedirse, en el quicio de la puerta. Normalmente van seguidos de un tímido ‘hasta luego’ que se graba a fuego en tu memoria. Se dan en pijama o con tu camiseta favorita para dormir y esas braguitas que tanto te gustan. Son silenciosos, precavidos y casi imperceptibles. Son fugaces, rápidos.

Y luego la puerta se cierra, y tu media sonrisa desaparece, y te quedas con esos besos que apenas han rozado tu piel. Y te miras al espejo y recoges lo que quedó de una noche en la que no había espacio para la soledad, en la que no había parte de tu cuerpo que no hubieran recorrido sus labios.

Y ahí es cuando te sientes vacía, y te duele, te duele mucho. Te das cuenta de que tu castillo de arena se lo acaba de llevar una ola y que la realidad se ha convertido en tu peor enemiga. Que las miradas, los abrazos y los mimos no eran más que el decorado de un calentón.

Seamos francos, de nada sirve engañarse.

No quiero más besos de esos, no me los merezco; pero lo mejor de todo, es que tampoco los necesito.

Que vengan mil noches de diversión, mil noches de placer y descubrimiento, pero no más desilusión. No quiero abrazos sin sentimientos, quiero sentimiento en los abrazos. No quiero dos besos por cortesía, dos besos que dejen claras las distancias, no hace falta cumplir después de quitarme las bragas. Puedes sonreírme, darte la vuelta e irte, no tengo problema, es más, lo prefiero.

Eso sí, si decides quedarte y darme dos besos, prepárate para los que vendrán.