Ha vuelto a ocurrir. Y esta vez he decidido dar la batalla por perdida: ya he intentado en otras ocasiones explicar al mundo que la soltería no es una enfermedad y no consigo que se me entienda. O yo me explico fatal, o es dificilísimo que alguien cambie de perspectiva cuando tiene una idea clara (la idea en cuestión se resume en que si eres mujer y tienes más de 30 años, deberías tener pareja e hijos; si no es así, estás frustrada y a la espera del príncipe azul que te cambie la vida).

Os cuento la última.

Bajo a tirar la basura y me encuentro con el portero. Me dirijo a él en su idioma, que es el mismo que el mío (ambos hablamos itañol, como buenos hispanohablantes emigrados a Milán), y le da por charlar. Me cuenta que llegó de Ecuador hace años y que aquí está bien pero que Italia no le acaba de convencer, que hay «demasiada libertad» (sic.) y que en cuanto se jubile se vuelve a su país… Luego me pregunta por mi familia. Cuando descubre que vivo sola, me mira un poco como si le hubiera dicho que me quedan un par de días de vida, que me tienen que amputar las dos piernas o que me han condenado a pasar el resto de mis días viendo en bucle toda la filmografía de Garci, yo qué sé.

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Y ahí empieza el discursito. Para empezar, me dice que tengo que formar una familia cuanto antes. Que si no tengo hijos, cuando sea «ancianita» (sic.) no habrá nadie que me acerque un vaso de agua cuando lo necesite, que la vida es muy triste sin un marido y unos cuantos hijitos. Concluye con un tono paternalista que sería conmovedor si el mensaje no fuese tan estúpido: «Señorita, escuche mi consejo: búsquese un marido para tener hijitos».

Pienso en qué replicar. Considero la respuesta A: podría intentar explicarle que vivir sola no es sinónimo de estar sola en el mundo, que a veces se está mejor sola que con un maridito, y que en cualquier caso no me parece una idea brillante ponerme a procrear como forma de inversión en un futuro cuidador. Que a lo mejor resulta que me mato mañana en un accidente de tráfico y el problema del vaso de agua ni siquiera llega a plantearse, y que de todas formas «los hijos pertenecen al mundo, no a los padres», como oí decir el otro día por la calle (me dieron ganas de pararme a aplaudir). Podría contarle que a veces uno llega a viejo con descendencia pero sus hijos no están disponibles para acercarle el famoso vaso de agua, por variados y por lo general comprensibles motivos. Podría recomendarle que se pase por alguna residencia de ancianos para ver de qué hablo.

Pero me puede la pereza. La explicación se haría larga, estamos al lado de los contenedores de la basura y huele fatal, no es precisamente el lugar ideal para una amena conversación. Además, sospecho que no nos entenderíamos.

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Podría elegir la respuesta B, más breve y sin duda más eficaz para interrumpir la charla: «Escuche usted mi consejo: métase en sus asuntos y no me toque los cojones». Pero no me apetece ponerme en plan antipático, que en el fondo mi interlocutor parece buena gente. Un poco tontorrón sí, pero no mala persona.

Así que elijo la respuesta C: sonrío, le agradezco el consejo y le deseo un buen día. Y me piro, más divertida que molesta.

Elegante se nace. (A ser falsa se aprende, para evitar desperdiciar energía en batallas perdidas).

Ana Gárate