Gran parte de mi día pasa en el metro. Creo que no soy la única que tiene vagones favoritos, que detesto líneas, que conozco las canciones que cantan algunos de los músicos que entran de estación en estación. Al igual que muchos, aprovecho para leer (libros y artículos de Weloversize, claro). Y creo que tampoco soy la única que se enamora en el metro. Sucede de repente. Con el “Atención estación en curva…” de la megafonía, él ha entrado en el vagón. Y con el “entre coche y andén” ya comienza mi vida paralela. Sí, así es. Me bastan tres paradas hasta que él baja. Tres paradas para pronosticar una posible vida. Un viaje a un posible futuro en sólo unos segundos. Un historia inventada con el traqueteo del vagón y con el sonido de las estaciones como banda sonora.

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Él aparece. Se sienta frente a mí. Está leyendo uno de esos libros que me removieron por dentro. Lo miro, me mira y cuando vamos a cruzar la mirada, yo me agacho y aparto mis ojos. En ese momento podría ser fácil seguir mirándole, sonreírle. Pero no. Mi mente viaja a otro sitio e imagino cómo podría ser todo si siguiese manteniendo la vista en él, si diese un paso.

Tras un tartamudeo e intercambio de nombres, de usuarios en  alguna red social, comenzaríamos a hablar. Quedaríamos un par de veces, un café rápido antes de entrar al trabajo. Hablaríamos por Whatsapp a todas horas, hasta que un día, después de un cine y una cerveza y un trozo de pizza en la calle, pasaría lo que queríamos que pasase. Después de eso seríamos inseparables durante unos cinco meses, tiempo que no querríamos etiquetar. Nos abrazaríamos hasta desgastarnos pero sin querer presionarnos, sin querer llamarnos de ninguna forma. Al quinto mes se iría distanciando. Y al sexto hablaría de otra chica que le habría trastocado la vida. Y no, esa chica no sería yo. Así que vuelvo a mirarle en la realidad real y me dan ganas de contarle el final del libro. Por todo lo que no ha hecho pero podría llegar a hacerme.

Camino rápido por ese pasillo interminable. Tan frío, tan gris. Y al girar la esquina me choco con él. Tan interminable como el pasillo. Durante un segundo con sólo mirarle, me hace sentir menos fría, menos gris. Es un chico grande, enorme, a su lado parezco (más) pequeña. Durante el microsegundo que duran nuestras miradas imagino viajes en tren. Rincones en la cama donde, confesándose, se haría pequeño. Pronostico un par de años de felicidad ininterrumpida. De mudanzas. De peleas pequeñas. De reconciliaciones grandes. De caricias largas. Llegarían las ganas de bebés y los intentos fallidos por conseguirlo. Aumentarían  las peleas. Bajarían  las reconciliaciones. Y llegaría un último año de rutina pesada, de distancia creciente. Sin poderlo evitar, vendrían dos últimas mudanzas, la suya y la mía. Pero esta posible historia nunca llegará porque mi encuentro con él termina con un “perdona” tras chocarnos y continúo por ese trasbordo infinito.

Otras veces, estas posibles vidas me llevan a una rutina en Helsinki. Otras, a un año viajando por Asia. Y otras, a una felicidad apuntada a base de domingos de mimos y siestas crónicas en el sofá. Por supuesto, algunas veces no ocurre este vaticinio y lo único que quiero al ver a alguno es bajarle del vagón en la próxima estación y arrinconarle en uno de esos pasillos interminables.

Pero todo queda en eso. En agachar la vista cuando la mirada va a cruzarse. En acumular posibles futuros que nunca se darán. En dibujar posibilidades con los retazos de experiencias pasadas. Pero puede que la cosa deba cambiar. Puede que sea en un metro, en una cafetería, en una fiesta. Puede que la próxima vez me olvide de pronosticar, de imaginar historias y sea valiente. Lo intentaré. Valiente para aguantar la mirada.

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Fotografías: Begin Again (2013) (Exclusive Media | Likely Story)