Mis días en la cuarentena eran una sucesión aburrida de videollamadas, intentos fallidos
de bizcochos que casualmente nunca subían (¿quién diría que la levadura era un bien tan
preciado?) y una más que aceptable pero horrenda colección de pijamas desparejados
que debía haber tirado hacía siglos. El mundo fuera estaba patas arriba y en medio de
toda aquella locura estaba yo – o al menos me intuía debajo de mis greñas- buscando
volver a sentirme la versión segura de mí misma que siempre me había gustado ser.
Decidí que lo mejor era un plan de contingencia.
Tiempos desesperados requieren medidas desesperadas.

Me deshice de mi ropa y me metí despacio en la bañera, dejando escapar un pequeño
gemido de placer al sentir mi piel en contacto con el agua caliente. Cerré los ojos y
disfruté de la sensación placentera del vapor inundando la habitación y mis dedos
recorriendo de arriba abajo mi cuero cabelludo, ejerciendo la justa presión sobre mis
sienes.
No sé cuánto tiempo estuve sumergida en el agua, pero cuando empecé a notar las
yemas de mis dedos arrugadas, decidí que era hora de vestirse de nuevo. Crucé el
pequeño pasillo que separaba el baño de mi habitación y opté por un pequeño conjunto
de lencería negro que todavía no había tenido ocasión de estrenar. Era un sujetador
Balconette de encaje precioso, a juego con unas braguitas también del mismo tejido.

Cuando creí haber perdido la noción del tiempo frente al espejo, atisbé de refilón un
movimiento en el balcón de enfrente. Era David.
Bueno, en realidad no se llamaba David, pero era el nombre que mis amigas y yo le
habíamos puesto en nuestro grupo de WhatsApp en una de esas videollamadas a cuatro
bandas mientras bebíamos Chardonnay.

Sonreí internamente. Llevábamos acudiendo puntuales a nuestra cita en los balcones a
las 20:00h desde que el virus vistió a Madrid de ausencia y aunque ahora eran más de
las once, me apetecía jugar.
Fingí que no me había percatado de su presencia al otro lado de la calle y me acerqué un
poco más al espejo de mi dormitorio, asegurándome de que pudiera verme a la
perfección.
Desabroché mi sujetador y lo dejé caer al suelo, apartándolo con mi pie. Me acaricié
con movimientos circulares los pechos, recogiendo las pequeñas gotitas de agua que
caían de mis mechones aún mojados. Tenía los pezones duros y empezaba a estar muy
excitada.

Entreabrí los labios y pasé mi lengua por ellos, humedeciéndolos, recreándome en los
pequeños detalles.

No podía saberlo, pero os juro que, de estar en su habitación en aquel momento, lo
habría escuchado maldecir entre jadeos.
Decidí ir un poco más allá y deslizar suavemente mis dedos bajo la pequeña tela de
encaje de mis braguitas. Me senté frente al espejo en el suelo y entreabrí las piernas,
acariciando suavemente mi clítoris en pequeños movimientos circulares. Gemí. Aquella
situación me estaba poniendo cachondísima y sólo tenía ganas de ver hasta dónde
éramos capaces de llegar.
Arqué la espalda y empecé a frotar más rápido. Deslicé mis dedos mojados entre mis
labios, disfrutando de todos mis recovecos.
Eché un vistazo furtivo en dirección a mi vecino. Se había dejado caer en la barandilla
del balcón y su mano derecha subía y bajaba sospechosamente dentro de su pantalón.
Me imaginé sus músculos tensándose dentro de mí y tuve que frenar para no correrme y
dar por terminada la fiesta.
Estiré la mano para alcanzar el juguete que había comprado por Internet días atrás y lo
encendí, dejando que el sonido de la vibración inundase la habitación. Dejé escapar un
gemido al sentir el contacto contra mi piel húmeda y lo presioné en aquel punto exacto
que me hacía explotar.

Jamás me había sentido tan salvaje, tan… libre.

Miré directamente a David y giré un poco mi cuerpo para que no se perdiera ningún
detalle del numerito que íbamos a montar.
Con mi mano izquierda apreté mi cuello, todavía mojado del baño, y fue deslizando mi
mano hacia mis pechos, bajando suavemente por mi cadera y jugueteando con la cara
interna de mis muslos mientras la derecha seguía arrancándome espasmos de placer.
Me introduje un dedo sin dejar de mirarlo y él me hizo una seña para que me metiese
otro más.
Nos imaginé desnudos en la habitación, follando con rabia, con deseo, con pasión. Me
imaginé sentada sobre él, a horcajadas, cabalgándolo con fuerza, con mis talones
clavados en sus piernas y el sudor regando las sábanas arrugadas de mi cama.

Fantaseé con sus sonidos roncos de placer en mi cuello al embestirme, sus manos abarcando mis
pechos, besando lentamente mis muslos, su lengua entrando y saliendo despacio de mi
cuerpo.

Me imaginé a David mordiéndome, lamiéndome. Mi coño, mi monte de venus, mi
clítoris… David me mordía hasta la fina capa de vello que lo cubría y aquello me estaba
volviendo loca.
Puse los ojos en blanco al intentar adivinar el sabor de su corrida en mi garganta y me
acaricié el clítoris cada vez más rápido mientras en mi cabeza sólo brillaba la idea de
David empujando sus caderas hacia el fondo de mi boca.
Sentí la oleada de calor inundándome entera. El cosquilleo concentrado en las puntas de
mis pies recorriéndome por completo. Fui íntegramente consciente de mi cuerpo justo
antes de que el azote de placer me dejara ajada, como una muñeca temblorosa a la que
se le han acabado las pilas.

Lo miré, intentado recobrar el aliento. David me miraba fijamente desde su balcón y
gruñía, sudoroso. El ritmo se había vuelto más frenético y aferraba con su mano derecha
su miembro tan fuerte que pensé que se iba a hacer daño.
Busqué su mirada con la mía y se corrió entre espasmos. No dejó de mirarme ni un
segundo mientras se vaciaba en su mano. Me sonrió tímido y yo le devolví una sonrisa
plena, satisfecha.

Me habían entrado unas ganas locas de bailar.

Sexo