Cuando era apenas una adolescente, tuve mi primer novio. Y con él, descubrí el sexo. O, al menos, eso creía. Años después, entendí que lo que había descubierto con él era la violencia.

Mi autoestima, antes de él, ya era tirando a baja. Nunca me consideré demasiado guapa ni interesante. Además, me había enamorado por primera vez de otro chico que resultó inalcanzable y al que vi compartir su vida con su primera novia sin llegar nunca a atreverme a decirle nada sobre mis sentimientos.

Y entonces, apareció él. Es el típico chico que no es demasiado atractivo, pero sabe tener carisma, vive rodeado de gente y sabe qué decir y cómo decirlo para resultar agradable a todo el mundo. Pero como maltratador que era, aquello era una máscara.

Apenas llevábamos unos días y ya quiso saber cuándo quería perder la virginidad. Yo le dije que pronto. Ahora sé que mi respuesta no tenía nada que ver con lo que quería, sino con lo que consideraba que debía hacer. Era mi novio y yo tenía una edad en la que se consideraba normal dar el paso. Entonces, era lo que había que hacer, ¿no?

Al poco tiempo, empezó la actividad sexual, que por suerte, no pasó del sexo oral. Un sexo oral que solo disfrutaba él y en el que daba igual tener protección o no. Importaba su placer. Y era lo que tenía que hacer, porque era su novia, le quería, era mi papel.

Llegaron los problemas (como si lo que te acabo de contar no lo fuese, oye…). Ahora te dejo, ahora volvemos. Ahora estoy contigo. Ahora te dejo por tu amiga. Pues mira, he cambiado de idea, vuelvo contigo. Pero si se me ocurría a mí plantarle cara y decir basta, era una niñata que se iba a quedar sola y a la que nadie iba a querer jamás. Y yo, con mi amor propio anulado, le creí durante años.

Lo único que me hizo despertar fue romper a llorar un día y verle frente a mí, sonriendo, disfrutando del daño que me había estado haciendo. Escapé de aquella relación para siempre y nunca más volví a caer. Le di la bienvenida a hombres nuevos y a un sexo radicalmente diferente.

Por circunstancias de la vida y quizá por lo que viví entonces, he acabado dedicándome profesionalmente a la violencia de género. El sexo se convierte en una cuestión enormemente relevante cuando hablamos de esta lacra social. Tratando con otras mujeres víctimas, he aprendido mucho sobre el sexo dentro de una relación violenta.

Para empezar, he comprobado que no soy la única asumiendo que dar placer es mi obligación. De hecho, la inmensa mayoría de mujeres con las que he trabajado así lo han sentido. No nos planteamos si el sexo nos gusta, si nos hace daño, si podría ser distinto… El sexo es aquello que hace feliz a tu hombre. Lo haces y punto, porque aunque él no te quiera, aunque él te odie, tú le quieres a él y buscas hacerle feliz.

Lo segundo, es que el sexo se utiliza como escudo para evitar consecuencias que consideramos peores. Si tu pareja amenaza con pegarte, con pegar a tus hijos, con hacer daño a tu familia… Haces lo que sea para evitarlo. Y si pasa por acostarte con él para que se calle y se duerma, lo haces.

¿Sabes lo más duro de esto que te acabo de contar? Que como la mujer ha “accedido” a tener sexo, para ellas (nosotras) es sexo consentido. Aunque haya ido por salvar tu vida o la vida de los tuyos, aunque haya actuado desde el miedo, desde la coacción, desde el dominio mental. Resulta enormemente complicado desmontar ciertas creencias y hacer ver a una mujer que ese “sí” era en realidad un “no”.

Repasando mi vida sexual, creo que perdí la virginidad tres veces. El día que empecé a tener actividad sexual con este tipo fue la primera. La segunda, cuando al romper con él, un hombre apareció en mi vida, demostrando que yo era deseable para otros y mis opciones no se acababan en quien me maltrató. Y la tercera, cuando tuve mi primera penetración.

Podría abrir un debate a partir de aquí sobre el concepto de virginidad. Pero, si te parece, querida lectora, lo dejamos para artículos futuros. Sigue leyéndome y hablaremos de ello.

@mia__sekhmet