¿Os he contado ya la de años que hace que Manoli y yo somos inseparables? Probablemente no lo he hecho porque ni yo misma recuerdo qué fatídico día de mi vida di con esa mujer loca como un cencerro pero llena de amor hasta las trancas.

Estoy casi segura de que éramos dos adolescentes, y es muy probable que nuestro primer encuentro fuera en algún disco light del barrio. Ahora que lo pienso, sí… puedo vernos a Manoli y a mí borrachas perdidas por culpa del vodka con lima intentando arreglar nuestras vidas amorosas como si tuviésemos nosotras por aquel entonces mucha experiencia con los tíos.

Lo que pronto estuvo claro fue que esa chica enfundada en unas mallas de leopardo y yo estábamos destinadas a ser como compresa y braga, imprescindibles.

Y, como comprenderéis, tantas décadas de soportarnos la una a la otra nos han dado para muchas idas y venidas. He vivido uno por uno los diferentes romances de mi fiel colega. Sus llantos cuando Jonathan la mandó a paseo como el gran cabrón que era, o esa etapa a dos bandas en la que se cuestionaba si darle una oportunidad al bueno de Pepe o tirar hacia adelante con la máquina sexual que era Jacobo (el Chulas para los amigos).

Pero sin duda, mi affaire preferido de Manoli fue el trajín que se montó con Mohamed, un feriante que estaba de paso por el barrio y que, seguro, jamás olvidará aquellas fiestas de verano.

Veinti-poquitos años rondaríamos. Yo por aquel entonces ya había conocido a mi Paco, así que me encontraba cada noche entre dos aguas. Por un lado tenía a un novio recién estrenado con el que quería montármelo en el coche a cualquier hora, y por el otro estaba Manoli, ella, joven, libre, y con más ganas de fiesta que Pocholo.

Aquella noche le había prometido a mi amiga que nos daríamos un paseito ‘de relax’ por las fiestas y prontito para casa. Y claro, ja-ja-ja… que dieron las tres dela mañana y Manoli y yo estábamos las dos abrazadas a un litro de calimocho e intentando que el dueño del Saltamontes nos dejase montar de gratis en su atracción del infierno.

El poco éxito que tuvimos no nos hizo venirnos abajo, y continuamos sin vergüenza ninguna nuestra misión de pasarlo en grande sin un puto duro. Y así fue como dimos con la barraca de Mohamed. Su puesto de patitos giratorios para pescar era un fracaso total (y más a aquellas horas) así que ver acercarse a dos tías borrachas y sin nada que hacer fue como ver el cielo abierto. Decepción brutal cuando le explicamos que nos habíamos gastado la poca pasta que teníamos en alcohol, pero al menos tuvo compañía.

Poco tiempo hizo falta para que, incluso bebida, me diese cuenta de que el chirri de Manoli hacía palomitas por aquel moreno del sur. Y antes de verme sujetando velas (o patitos de goma, en este caso) le dejé caer a mi amiga que servidora se largaba a su casa. Allí los dejé, a ella con todo su pechamen apoyado sobre el mostrador del puesto y a Mohamed con los ojos fuera de las órbitas.

Siete días de fiestas, y siete días en los que no supe nada de Manoli. Que llegué a pensar que se había mudado a Túnez con Mohamed y que la muy cabrona no me había ni avisado. Un día, ya algo mosqueada, me acerqué a la barraca de los patitos y aquel morenito simpático solo sabía repetirme en un horrible español:

Ohhh tu amiga, tu amiga bonita pero guerrera…

Guerrera decía, este había conocido la cara más turbia de Manoli, seguro.

Esa noche plaqué a mi amiga en su piso. En vistas a que eso de contestar al teléfono ya no iba con ella… Al entrar en su habitación me sorprendió la terrible cantidad de peluches y monicreques que se habían acumulado en la esquina de su cama.

¡Ostia Manoli! ¿Y esa nueva colección de ositos horribles?‘ Pregunté descojonándome al recordar lo mucho que ella odiaba cualquier muñeco diabólico.

Mira tía, este es el precio que he tenido que pagar por cuatro polvos mal echados con Mohamed el de los patitos. ¿Los ves, tía, los ves? Cada puta noche me llamaba y se venía con un nuevo peluche, que yo he llegado a pensar que tío se creyó que yo era una prostituta y que me pagaba con estas mierdas. Llegó ya un día que le dije que no más, que si me quería conquistar me trajese unos churritos del puesto de al lado, ¿y a qué no sabes qué me respondió el muy cabrón?

Por favor, ¿qué?‘ Rogué ansiando el final de la historia.

Pues me dijo que churros no españolita bonita, que tu mucho y buen culo pero no más, así tu ya basta. ¡Mira, mira! Que quise pensar que no lo estaba entendiendo pero sí. Me quedé paralizada y en cuanto reaccioné le di una patada en el culo y lo eché de mi casa casi volando, vamos, que no lo mandé de vuelta a Túnez por poco.

Manoli aprendió aquel verano que tener un tórrido romance con un feriante no es siempre todo lo placentero que ella querría. Y tras contarme todo aquello nos bajamos a por dos buenas docenas de churros a la salud de Mohamed.

Fotografía de portada

 

Anónimo