Si me preguntas a las siete de la tarde te diré que estoy bien. Que sólo fuiste algo pasajero y que jamás me permití ilusionarme porque tuve claro desde el principio que no te fijarías en mí. A las ocho quizás se me trabe tu nombre en la punta de la lengua y las ganas de decir que te echo de menos me trepen traicioneras por la garganta. A las nueve de seguro tarde un poco más en fingir que no me dueles y que no me entran ganas de llorar cuando te imagino besando cualquier piel barata en alguna esquina de Madrid. A las diez lloraré, maldiciendo tu nombre borracha, gritando con mis amigas que eres un imbécil integral, que merezco algo mejor que un tío que sólo jugaba al gato y al ratón mientras yo me enamoraba.

A las once diré que te odio con cada ápice de mi alma. Y cogeré el móvil para llamarte aunque sea incapaz de hablar y solo quiera llorar y  mis amigas tengan que esconderlo para que no acabe haciendo ninguna tontería.

Pero si me preguntas a las doce te diré que por un momento llegué a creer que pudimos ser verdad. Que creí que viste algo bonito en mí, que pensé por un segundo que podía ser suficiente. A las doce te diré que me duele más todo lo que nunca fuimos que todo lo que llegamos a ser y te gritaré que no seas un cobarde, que me mires fijamente y me digas a la cara que de verdad no lo sentiste. Que cuando me decías que sólo querías hacer de mi mundo un lugar más bonito era mentira, que sólo fuimos medias verdades cosidas con los retales de tus falsas promesas.

Y sobre todo, te diré que me muero porque vuelvas. Que hay una parte de mi que se conforma con las migajas de tu atención. Te diré que aunque no lo quiera reconocer echo de menos las risas, las miradas cómplices, las notas secretas entre los bolsillos de mi chaqueta. Te diré que por más que duela tu indiferencia, tu ausencia es mil veces peor.

Así que mejor no me preguntes.