[Texto reescrito por una colaboradora a partir de un testimonio real]

 

Hace poco quedé con un chico con el que llevaba días hablando. Todo iba bien. Descubrimos algunas aficiones comunes y nos podíamos pasar horas en el chat. Nos gustábamos, hasta me dijo que yo era estupenda. Pero había letra pequeña en su pliego personal de condiciones: las uñas. No podían entrar en el pack porque le daban grima.

Yo llegué al sitio de la cita con ganas de pasar un buen rato y de conocer a un tío del que me atraía todo lo que conocía, hasta el momento. Y mis expectativas se cumplieron, porque fue bien: hablamos mucho, reímos y noté cierta química en algún momento. Estaba a gusto, y supuse que él también.

Durante la cita, yo noté que varias veces se le fueron las ojos a mis manos. Llevaba unas uñas como las que son tendencia ahora, muy largas y con decoración de fantasía, bastante llamativas. Entiendo que no es una moda que le guste a todo el mundo, pero, ¿hasta el punto de renunciar a seguir conociendo a alguien que aparentemente te gusta por llevarlas así?

Pues se ve que sí. Como había ido bien, me despedí con un desenfadado “Bueno, pues hablamos y repetimos otro día, ¿no?”. A lo que él me suelta algo como: “Pues la verdad es que lo he pasado bien, pero no puedo con las uñas tan largas. Lo siento, pero me dan… no sé, como cosita, ¿sabes? Son un foco de mierda, las uñas esas”. Algo me dice que evitó decirme que le parecían chonis y poligoneras, pero lo pensaba.

 

Mis uñas, mi sello

No es que yo sea fanática de las uñas ni que no pueda vivir sin arreglármelas de cuando en cuando, no. Suelo llevar manicura porque me gusta, sean de salón o hechas por mí, pero también las veo bonitas cuando las llevo mucho más discretas. Aquel día me pilló así, y ni pensé que le pudieran desagradar.

Me planteé que el chico tenía razón, y que tampoco era para tanto si me las quitaba para una segunda cita. Pero luego pasé a verlas como un símbolo de resistencia personal, como si tuvieran que pervivir ante el intento de alguien que no me conoce a cambiar algo de mí.

Antes eran algo que me parecía estético, pero prescindible. Ahora las percibo como un arma simbólica, al estilo de Rosalía en el videoclip de su canción Aute Cuture, aunque sin ese sentido tan literal. Porque será una tontería, pero no se le va diciendo a la gente qué tienen que cambiar de su físico o su apariencia para darle otra oportunidad, como haciendo un favor. ¿Quién sabe qué me hubiera pedido después? Así es como se intenta moldear a alguien, con algo que, aparentemente, no tiene importancia.

Manolete, ¿para qué te metes?

No le quito razón en que las uñas acumulan mugre, pero no creo que quitarlas sea una solicitud que se deba hacer en la primera cita, y menos aún como condición para tener una segunda.

Las uñas acumulan mierda, como él me dijo, igual que otras tantas partes del cuerpo. ¿No sabías, José Luis de turno, que en una gota de tu saliva puedes acumular más de 100 millones de bacterias? ¿O la cantidad de humedad y suciedad que se juntan en el antebrazo, en el ombligo o en los pies? ¿Me meto yo a decirte que, a una segunda cita, te presentes con los dientes bien cepillados y con la boca oliendo a ambientador de pino? ¿O que ni se te ocurra acercarte sino te has puesto antes gel hidroalcohólico?

No voy a decir qué otro envoltorio de piel de tu anatomía acumula restos de pis y muchos muchos gérmenes, no sea que me llamen misándrica. Pero es la misma que, tarde o temprano, hubieras deseado introducir en mis cavidades. Aunque, claro, para pasar a ese nivel, yo tenía que cortarme las uñas, ¿no?

 

Anónimo

 

Envía tus movidas a [email protected]