Aún recuerdo la forma en que mi madre me cogía en brazos cuando me quedaba dormida al lado de mis muñecas. Me metía en la cama, se aseguraba que mis riñones estuvieran tapados y me daba su gran beso de buenas noches mientras susurraba: “vida mía, no tengas prisa en crecer”.

 

Cuando era pequeña, pasaba tardes enteras diseñando la vida perfecta y viviéndola a través de mis muñecas: la casa en la playa, el avión privado, la caravana, el despacho de abogados, el novio perfecto siempre al lado en el descapotable… Sin darme cuenta, iba componiendo el rompecabezas de una vida idealizada donde la clave de la felicidad radicaba ante todo en el éxito.

 

Nunca imaginé que al llegar a la universidad, mi muñeca, que era en realidad un reflejo de mis sueños de pequeña, se daría cuenta en su tercer año de carrera que no le llenaba lo que estaba estudiando.

No contemplé la posibilidad de que tardara varios años de más en sacarse la carrera por culpa de profesores sin vocación. Tampoco pensé en la situación precaria de muchos becarios al acabar la carrera, de que no podría viajar todo lo que le gustaría porque ni siquiera podría permitirse un alquiler de un piso para ella sola. Nunca imaginé que a veces el amor no es suficiente y que no todo el mundo llega a tu vida para quedarse. Y, por tanto, nunca aprendí a ver el fracaso como una gran oportunidad.

Nadie nos explica de pequeños que cada persona tiene un ritmo de vida. Nos obligan a estar en los mismos cursos en función de nuestra edad, como si fuera el único factor determinante en nuestra vida. Nadie nos dice que hay personas que se casan a los veinte, para luego divorciarse a los cuarenta, mientras que otros encuentran a los cincuenta al gran amor de su vida. Que hay empresarios que quebraron más de tres veces antes de montar una empresa exitosa o que hay gente que acaba trabajando en un sector radicalmente distinto de sus estudios universitarios.

 

Y, así, con expectativas formadas desde que éramos pequeños y un gran miedo al fracaso, llegamos a nuestra juventud con el derrotismo propio de aquellos a los que les prometieron la luna, pero se tienen que conformar con su reflejo cuando pasan alrededor de un charco. Nos sentimos atrapados, perdidos, con niveles de ansiedad por las nubes, y sin ningún tipo de herramienta para poder avanzar. 

 

Pero no todo está perdido. Es en esos momentos cuando deberíamos darnos cuenta de que el cambio es aquello que sucede cuando empezamos a construir una nueva ciudad, en vez de quedarnos en medio de las ruinas de aquella que ya ha colapsado. Que no debemos centrarnos en las quejas, en aquello que no hemos podido conseguir, en todo lo que nos gustaría quitar de nuestras vidas, sino en aquello que nos gustaría que ocupara su lugar. 

 

Respira profundo y vuelve a pensar en tu versión risueña de cuando tenías ocho años. ¿Qué te gustaba hacer? ¿Qué cosas hacían que disfrutaras tanto que los días parecían pasar a velocidad del relámpago? Y ahora, ¿qué es lo que hace que tu alma vuelva a prenderse? ¿Qué es lo que hace que tu mirada se ilumine cuando hablas sobre ello?

 

Por tanto, en vez de tratar de sobrevivir en esas ruinas de una vida conformista, deberíamos dejarlas atrás y reinventarnos, construirnos de nuevo. En vez de centrarnos en las cosas negativas esperando que nuestro jefe fuera más empático, que pudiéramos perder peso con facilidad, que nuestros amigos nos llamaran más a menudo, etc., podríamos centrarnos en comer de manera más saludable, en estudiar algo que vuelva a llenarnos de curiosidad y esperanza, en cambiar de trabajo, en pasar más tiempo con nuestros seres queridos, en descansar más y, sobre todo, en llenar nuestra mente de sentimientos positivos. 

 

Y cuando nuestra nueva ciudad empiece a florecer, diremos “gracias”. Porque gracias a la ansiedad, a ese sentimiento de estancamiento y de fracaso, pudimos reconocer nuestras debilidades, nuestras cadenas y nuestros miedos para convertirnos en las personas que siempre habíamos soñado ser. Sin esos malos momentos, nunca hubiéramos sabido querernos a pesar de las dificultades ni nunca hubiéramos encontrado esa fuerza tan bonita que teníamos dentro. Y estaremos orgullosos de que, a pesar de que no fue fácil, lo conseguimos. De que no somos la suma de nuestras partes rotas, sino una maravillosa ciudad que estamos aprendiendo a esculpir.

 

Isabel M Pérez

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