Desde que cumplí 10 años mi amiga María y yo somos inseparables. Aunque suene un poco adolescente, es sin duda mi mejor amiga, y a lo largo de los años nuestra relación ha evolucionado tanto como cada una de nosotras por separado. Ahora mismo podría considerar a María como una hermana. Es la persona con la que comparto mis dramas y mis problemas. Pese a ser un poco reservada, con ella tengo mucha confianza. También sé que a su lado siempre me voy a reír, sobre todo cerveza en mano. Además, es quien me apoya para dar esos saltos al vacío que acaban dando lugar a las mejores oportunidades de mi vida. No podría quererla más, pero no siempre ha sido así.

Cuando era más jovencita sentía una envidia terrible de ella, aunque nunca se lo dije. Sacaba siempre nueves y dieces, era alta y delgada, tenía un pelo precioso y todos los veranos viajaba con su familia fuera de España mientras yo me quedaba muera del asco en la ciudad. Esta sensación era completamente tabú y me generaba una culpabilidad tremenda, y en ocasiones incluso actué de forma soberbia para camuflar mis inseguridades.

Al cumplir los 18 años comenzamos la universidad, yo en Salamanca y ella en Madrid. La distancia nos hizo ver la vida desde otro ángulo y un buen día le conté todo lo que sentí cuando era más jóvenes. Su respuesta me dejó patidifusa… ¡También había sentido envidia de mi durante todos esos años! Pensaba que yo era muy lista porque sacaba ochos estudiando el día antes mientras que ella necesitaba estudiar durante semanas, adoraba mi cuerpo con curvas, envidiaba mi pelo negro y sentía mucha admiración por la relación tan cercana que tenía con mis padres.

Con el tiempo entendí que nuestra historia era la de muchas mujeres, pero María y yo hicimos el enorme esfuerzo de sincerarnos en algo tan íntimo y estigmatizado como sentir envidia la una de la otra. Fue un shock y sin duda nuestra autoestima cambió mucho (y para mejor) cuando empezamos a compartir estos sentimientos.

Si estás viviendo una situación parecida y sientes envidia de alguna de tus amigas, párate a pensar el por qué. Háblalo con ella, dile como te sientes y muéstrate tal y como eres. Nadie es perfecto y experimentar este tipo de sentimientos es totalmente normal y sano. Lo peligroso es ocultarlos bajo kilos y kilos de vergüenza.

María y yo aprendimos esto a la fuerza, y poco a poco logramos entender que no somos competencia, somos compañeras. Nos informamos sobre el feminismo y rompimos los grilletes que nos habíamos autoimpuesto la una a la otra. Bastante tenemos con aguantar una sociedad machista, como para poner más peso sobre nuestras espaldas.