Os escribo desde la arena de una playa llena de gente, tumbada bajo una sombrilla, relajada tras haberme comido un helado. Hay niños jugando, pero yo no tengo que preocuparme de nada, salvo de renovar mi protector solar y de que mi marido no ronque muy fuerte cuando dormita sobre la tumbona para que no pase vergüenza después.

 

Este noviembre hará siete años que estamos juntos y este mes de agosto en que cumplíamos cinco de casados, decidimos ir a la playa solos por primera vez.

La culpa y la presión social nos persiguen cada día desde que somos madres (a unas más que a otras, pero a todas en general). Cada vez que preparamos una cena rápida no muy saludable, cada vez que dejamos a la tropa con la abuela para descansar, cada vez que disfrutamos de un momento sin peques, la culpa llama a nuestra puerta. “¿No has traído a los niños? Con lo que les gusta (introduce aquí lo que sea que estés haciendo)” Pues siempre hay quien no desaprovecha cualquier momento para dejar claro que podría ser mejor madre para tus hijos que tú. Esto es algo que he aprendido a ignorar con los años, pero que está ahí y que, a veces más y a veces menos, siempre acaba doliendo un poco.

El caso es que mi marido y yo empezamos nuestra relación de pareja cuando mis hijos mayores tenían 5 y 2 años. No hacía mucho que su padre y yo nos habíamos separado y ese primer verano que pasamos juntos, el papá de los niños estaba lejos, así que cada día libre era un plan adaptado a los niños.

Una de las cosas que le dije a mi marido cuando nos dimos cuenta de que, después de tantos años, nos habíamos enamorado perdidamente, fue que sentía mucho no poder decirle jamás que le quería más que a nadie, que nunca iba a ser mi prioridad absoluta, ni siquiera al principio, pues yo tenía dos hijos y ellos iban a ir por delante siempre. Pero me demostró que lo podía amar más aún de lo que creía, y es que me dijo que era algo con lo que ya contaba, que a mis hijos siempre los había querido mucho, pero que ahora eran una prioridad para él también. Así que, saltándonos unas cuantas fases, fuimos una familia desde el principio.

Después llegó la pequeña, una niña risueña y amorosa que nos enterneció a todos (a sus hermanos a los que más, sin duda), y se acabaron por completo los momentos puntuales de intimidad, ya que ella no se iba con el papá de sus hermanos cuando le tocaba, obviamente. Menos mal que ahí estuvo la abuela que, desde que la niña se sintió cómoda sin que estuviera yo presente, nos regala alguna tarde e incluso alguna noche para que podamos hacer limpiezas a fondo de la casa, recados fuera o disfrutemos de una peli de adultos en el sofá después de meses.

Pero nunca, nunca habíamos podido ir a la playa solos, pues mi marido trabaja 6 días a la semana y para un día que libra, no vamos a privar a los niños de estar con él… ¡Pues si! Un día sí, por primera vez sí. Y es que yo hace unos años que soy madre a tiempo completo, que todos mis proyectos vitales se desarrollan desde mi casa, mi mesa de trabajo está a unos centímetros de la zona de juego de mi hija, tengo pocas horas libres en las que pueda sentarme allí y si lo hago, ella se sube constantemente a mis piernas y lo que podría hacer en una hora me lleva cinco. Mi marido trabaja todo el día, libra un día y medio a la semana, llega a casa y entre cenas, duchas y demás, ya es hora de irse a dormir… Nos merecíamos un día de relax, un día sin reloj, sin alertas, sin estar pendiente de mil cosas a la vez.

Siempre veíamos a la gente en la playa leyendo y uno decía en tono ensoñador “¿Te acuerdas?”  y el otro respondía “¿De qué? Si nunca hemos podido hacer eso”. Siempre llevamos un libro encima allá donde vamos y siempre vuelve con la misma página marcada para casa, ¿qué clase de optimismo nos invade al pensar en irnos un fin de semana con niños y leer algo que no sea el menú del lugar donde vayamos a cenar?

Pues hemos ido, hemos comido sin preocuparnos de los gustos y necesidades de nadie más, nos hemos tirado en la arena (sobre unas sillas, que ya tenemos una edad) y hemos leído un libro cada uno. Paseamos, nos bañamos, nos relajamos… En paz, sin alborotos, sin peligros.

Por supuesto hubo un “¿Y fuisteis sin los niños? Para un día que vais…” pero, sinceramente, me da igual, pues yo sé que son lo primero para mí, pero a la fuerza he aprendido que para su bienestar necesitamos estar bien también nosotros y no los he dejado encerrados en un zulo, que los mayores se fueron de paseo con su padre y la pequeña con la abuela. Ellos estaban bien y nosotros hemos podido cuidar un poquito nuestra relación que tan maltratada está siempre por el estrés, la rutina, las preocupaciones y los imprevistos. Esta vez solamente sol, las olas y nuestras manos entrelazadas.

Luna Purple.