No se puede decir que haya tenido demasiada suerte (en la mayoría) de mis citas, pero ay, chicas, con el tiempo se acumulan una serie de anécdotas maravillosas con las que mis amigas y yo aún reímos a lágrima viva. Esta da un poco de cringe, pero hagamos humor con lo que se pueda.

Llevaba una temporada en dique seco y me bajé varias apps de golpe: que cayera lo que tuviera que caer, y lo antes posible, por favor. Con tanto abanico abierto, rápidamente me encontré con un exquisito surtido Lindor de bombones: altos, bajos, llenitos, delgados, pero todos con una sonrisa encantadora. Tras unos cuantos matches, me decidí por uno que me pareció un empotrador de manual, sin compromiso: foto en la playa sin camiseta y marcando pectoral, barba corta bien recortada, y esa sonrisa pícara que tanto me pone que parece estar diciendo: te voy a comer el coño hasta que solo seas agua.

De modo que quedamos para cenar. Yo estaba pensando más bien en un café de media tarde, pero insistió en invitarme a cenar, así que ¿a quién le amarga un dulce? Nos vimos esa misma noche, tras hablarlo, porque al parecer al chico le urgía porque no sabía cuándo estaría disponible de nuevo. Me pareció un poco precipitado (y sí, seamos honestas, me daba perecita tener que arreglarme aprisa y corriendo), pero pensé que, si era alguien tan ocupado, a saber cuándo tendría yo oportunidad de catar esos labios carnosos que se apreciaban en su fotografía.

Durante nuestra cita resultó encantador. Cariñoso. O más bien, empalagoso. No dejaba de tocarme el brazo, tomarme de las manos mientras me miraba ensimismado, y me preguntó si me gustaba la poesía. Confesé haber leído y escrito algo durante mi etapa de instituto, a lo que exclamó muy orgulloso de sí mismo: «¿Poesía? ¿Y tú me lo preguntas? Poesía eres tú». Queridas, casi me meo de la risa allí mismo. Pero me contuve, ladeé la cabeza sutilmente y me mordí el labio para no reírme en su cara. Le dije que muy bonita y, evidentemente, mentí como una bellaca cuando le dije no saber quién era el autor.

La cosa empezó a ponerse intensita a los postres: «Nunca he conocido a nadie como tú», «eres tan preciosa», «creo que el destino nos ha unido». Cuidado, cuidado chicas cuando algún intenso, más si es desconocido, os venga con la palabra destino en los labios.

Huid a ser posible, con el protocolo de emergencia que consideréis más oportuno: llamada de amiga en apuros, me he dejado abierto el gas, tengo al gato solo en casa. Lo que sea. Pero yo no estaba prevenida, y el mayor cringe vino cuando me dijo lo siguiente: «¿Y si nos fugáramos juntos? Tú, yo, un lugar desconocido. Estamos hechos el uno para el otro. Lo siento, tú también, ¿verdad?». Yo lo que sentía era temblor en mis piernecitas. No me enorgullezco de lo que hice a continuación, pero le sonreí, me excusé diciéndole que tenía que ir al baño (y para ello necesitaba mi abrigo y mi bolso), y me escabullí por la puerta como un fantasma. Y en fantasma me convertí, porque le bloqueé presa de la visión de centelleantes red flags.