Joaquín siempre se había preocupado mucho por su hija Lara. Era una niña de 6 años muy dulce, muy curiosa y muy inquieta. Pero lo que era, por encima de todo en la vida, era torpe.

Era raro el día que volvía del parque sin un nuevo moretón, un chichón en la cabeza o, incluso, un par de puntos de sutura. La había llevado al oculista, al otorrino, al neurólogo. Nadie encontraba una razón por la que Lara se tropezaba tanto. Esta situación la hacía ser, a veces, retraída, tenía la autoestima bastante minada para su edad y siempre creía que todo era culpa suya ya que, habitualmente, lo era.

Su padre siempre jugaba con ella, intentaba estimularla y practicar sus reflejos, pero realmente no tenía muchos resultados.

Un día se la llevó de compras al nuevo centro comercial que había abierto en la ciudad. Era un lugar muy blanco, minimalista, con espacios diáfanos, poca decoración y muy atractivo a la vista.

Quería enseñarle la juguetería a su hija para ver si empezaba a darle pistas para los regalos de navidad que quería y aprovechar para comprar algo de ropa para ambos. Así que fueron juntos a una tienda de ropa donde eligieron unos jerséis de navidad a juego, un vestido para ella para la cena de fin de año con los abuelos… Pero entonces él quiso mirar unos pantalones para él y… Ella rápidamente se aburrió. Era una zona de la tienda donde no había tanto color y alegría como en la zona infantil, así que quiso investigar. Su padre, despistado por intentar encontrar la talla adecuada, la perdió de vista unos segundos. Las personas con hijos saben qué puede pasar con niños en ese tiempo. Efectivamente, casi cualquier cosa.

La niña se había ido paseando y saltando alegre hacia la zona de “las personas de plástico” (los maniquíes del escaparate), pero una señora la asustó y, al echarse hacia atrás, el vestido que llevaba en la mano hizo sonar la alarma de la tienda. El empleado de seguridad de la tienda se puso de pie y, sin mirar para él, por miedo a ver la sospecha de latrocino en su mirada, echó a correr sin mirar a donde.  Y, ¿A dónde iba? Pues directamente al escaparate, abierto, luminoso, diáfano y de fácil acceso y limpieza. También de fácil derribo. Todas las “personas de plástico” cayeron haciendo un efecto dominó. Ella aprovechó la aglomeración para esconderse en medio y tapó su cara con el vestido.

Joaquín, al oír el estruendo supo que su hija era la autora y empezó a buscarla asustado. El empleado de seguridad aparataba los maniquíes en busca de la niña, preocupado por si le había pasado algo. Ella, cuanto más se acercaba, más se escondía hacia una esquina para que aquel “policía” no la llevase a la cárcel por intentar robar un vestido y romper a las “personas de plástico”.

No fue hasta que escuchó hablar a Joaquín que no se tranquilizó y salió, temerosa de que aquel hombre le riñese.

Cuando consiguieron tranquilizarla, vino el encargado de la tienda y, con comprensión y una voz muy dulce, le dijo que no se preocupase de nada. Pero, mientras salían de la tienda, casi una hora después del estropicio, Lara tropezó con la empleada que intentaba levantar los maniquíes sin dañar la ropa que llevaban, haciendo que tirase dos de ellos a la vez que ella misma caía hacia delante, rompiendo el cristal del escaparate.

El encargado se echó las manos a la cabeza, al de seguridad le dio la risa, porque la escena era digna de ver, y la empleada peleaba por levantarse antes de sufrir algún corte con tantos cristales como allí había.

Joaquín no sabía cómo disculparse, se ofreció a pagar los destrozos, pero fueron comprensivos y le dijeron que para eso estaban los seguros.

Tardaron en volver al centro comercial. El susto para ambos se mantuvo un tiempo y preferían no volver por el momento. Alguien les contó que habían estado en obras y, sospechando que se referían al cambio de cristal, prefirieron no decir que ya lo intuían.

Pero entonces volvieron por allí. Estaba todo cambiado. Los escaparates tenían unas paredes de madera que los separaban del resto de la tienda, con una puertecita cerrada con llave para que el empleado o empleada accediese cuando fuera necesario.

Al pasar por la tienda donde habían tenido el percance, el encargado salió a saludarlos. Le dijo dulcemente a la niña que, gracias a ella, habían aprendido a proteger mejor sus tiendas. Más tarde le explicó a Joaquín que el seguro les había obligado a proteger las zonas sensibles de accidente de una forma más efectiva.

Y así, gracias a su hija torpe, cambiaron la estética de todo un centro comercial.

Luna Purple.

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