Voy a empezar por la conclusión que saco de todo esto para que toméis buena nota: si no es una cuestión de vida o muerte, NO acojáis a nadie en la casa donde vivís felizmente con vuestra pareja. ¡Y menos a un familiar tan directo!

Os puede parecer muy radical, pero, en serio, sale mal. Da igual cuánta confianza tengáis con esa persona o el poco tiempo que asegure que se va a quedar. He aprendido que las personas no sienten tanta incomodidad cuando invaden espacios que cuando son invadidas.

Como los mensajes calan mejor con la práctica que con la teoría, voy a contar una historia que tiene todos los ingredientes de guion del género de terror. Sobre todo, una suegra invasiva y un novio que no hace nada.

Hacerle un favor

Me he esforzado siempre por tener una relación cordial con mi suegra, pero lo más neutra posible: te respeto y te tengo afecto por ser la madre de mi pareja, pero no somos amigas, ni eres mi segunda madre ni nada por el estilo. Aplico lo que, según mi filosofía, es lo mejor con la familia política: un trato cordial sin intimidades. Nos reunimos cuando surja y lo pasamos bien, pero ellos en su casa y yo en la mía. Ya está mi pareja para lo que necesiten, dentro del sentido común.

Mi suegra siempre ha entendido que yo quisiera mantener ciertas distancias y no confraternizar en exceso. Entiende que soy independiente, por eso me choca tanto lo que está haciendo. Me choca, me agobia y, lo peor, no tiene muchos visos de solución.

La pobre mujer ha sufrido el fallecimiento de su marido tras una larga enfermedad, una persona a la que llevaba unida toda su vida en una relación de las de antes. Mi sensación desde el principio es que no sabe vivir sin él, lo que explica su decisión de mudarse de las afueras a un lugar más céntrico para estar más cerca de sus hijos.

El anuncio ya me escamó porque preví que él, o los dos, tendríamos que pasar más tiempo con su madre. Estaba dispuesta, con tal de que la señora no tuviera que experimentar la sensación de soledad que se puede considerar epidemia. Pero, claro, dentro de unos límites que no me generaran incomodidad.

Todos mis temores se vieron superadísimos cuando la mudanza comenzó. Cualquier cosa que hubiera temido era poco al lado de lo que se me vino encima: acoger a mi suegra en casa mientras completaba la mudanza.

Mi pareja me lo planteó dibujando a su madre como una víctima de la cruel vida: que pobrecita, que se siente muy sola, que echa de menos a mi padre, que quiere estar con nosotros, que ni notaremos que está aquí… No es que le deba grandes favores a mi suegra, que nos ha asistido en lo esencial. Pero, por lo que nos haya dado y por lo puramente humano, accedí.

Un núcleo de tres miembros

Llegó una mañana cualquiera anunciando sus deseos expresos de ayudar y no estorbar. Pero el rol de madre cala tan adentro que, aunque tu criatura roce los 40 tacos, siempre estás tentada a hacer y decir lo que creas que es por su bien. Aunque eso implique meterse en su vida y en la de su pareja, y cuestionarlo absolutamente todo.

La buena señora está lejísimos de ser esa clase de inquilino que come solo en la cocina y apenas se le ve más que recorriendo el pasillo hasta su habitación. Limpia abriendo cajones y armarios que no tiene por qué abrir, nos “indica amablemente” cómo deberíamos ordenar la casa y se sienta con nosotros todas las noches a ver series o pelis. Comentando, por supuesto, porque ella siempre tiene ganas de cháchara.

No es que le estemos haciendo el favor de proporcionarle techo mientras consigue algo habitable, ¡es que es una más de la relación! Porque, a fuerza de vivir situaciones como las que pongo de ejemplo, y con escasa réplica, ella ha cogido confianza y ahí está, en medio.

Ya ha empezado a hacer comentarios sobre nosotros. Discutimos, y lo hacemos más que antes porque mis nervios están a flor de piel. Muchas veces está ella delante, porque siempre está allí, por lo que que es inevitable. Así, que de vez en cuando, se toma la licencia de comentar. A veces solo es reformulando lo que uno de los dos ha dicho (“Yo creo que lo que te ha querido decir es…”). Otras es emitiendo sonidos muy elocuentes cuando a alguno se le va el tono (“Oioioioi…”). Y así.

¡Y así llevo ya tres meses! Ha pasado tanto tiempo y ha rebasado tantas líneas que, a estas alturas, la veo muy capaz de comenzar un juego de manipulaciones para malmeter entre los dos. Utilizará en mi contra mis enfados continuos o las expresiones faciales que no siempre puedo evitar. Ya me espero cualquier cosa, la verdad.

Lo he hablado con mi pareja, por supuesto, que es quien debe tomar cartas en el asunto de forma inmediata. Y él me viene a decir que cómo va a echar a su madre, y más con la pérdida que ha sufrido y con lo mucho que tuvo que cuidar a su padre. Me pide que tenga paciencia. “Se va ir más pronto que tarde”, dice, pero ha pasado tanto tiempo que comienzo a dudar.

Tengo la sospecha de que ella tiene un vacío emocional que gestionar, lo está llenando con la compañía de su hijo y está poniendo su propio bienestar por delante del mío. Mejor dicho, está buscando su bienestar aunque este vaya a costa del mío. Se siente con el derecho, porque una madre es una madre y conmigo nunca ha tenido especial afinidad, así que no le importo. Está librando una guerra y yo me siento en inferioridad y sin el aliado que debería ser mi pareja. Mucho me temo que nuestra relación saldrá perdiendo.

Anónimo

 

[Texto reescrito por una colaboradora a partir de un testimonio real]