Preparar una boda es una ilusión… excepto si tienes que andar mirando de reojo los movimientos de una suegra molesta. Una de esas que quiere meterse en todo, que para eso es madre y es un día importante para su hijo. Eso como justificación a todo, incluso a que quiera acaparar un protagonismo que no le pertenece. Y a muchas estos del protagonismo os sonará a quinceañera atrapada en cuerpo de treintañera que, pobrecita, necesita casito. Otras me entenderéis.

Inicialmente, mi suegra tuvo a bien mostrarme la foto de un vestido que se había probado y le gustaba, pero era blanco y con encajes. Supongo que, de primeras, la disuadió mi gesto. Pero, por si acaso no, le pedí de forma explícita que no llevara semejante atuendo, que había muchos días para ir de blanco y con encajes, y que ese color está reservado a la novia. Además, coño, que el vestido era feísimo. Insistí y ella me prometió que no lo haría.

El pastelito

Me enfrasqué en los preparativos, ilusionada, y me olvidé de aquel pequeño contratiempo. A mi suegra le gustaba aquel vestido y se veía bien con él, según me dijo, pero buscaría otro. Aún tuve que aguantar sus “amistosas” sugerencias en torno a puntos clave de la ceremonia y la celebración, algunas de las cuales pusieron a prueba mi paciencia, por su insistencia. Pero bueno, ¿qué son los preparativos sin un poco de estrés?

Llegó el día de la boda y yo me levanté radiante, nerviosa y dispuesta a recibir las atenciones propias de ese día. Maquillada y peinada, me planté mi vestido de novia y me dirigí a la iglesia para afrontar uno de los eventos más importantes y más bonitos de mi vida.

Estaba a poco del dintel de la puerta agarrada del brazo de mi padre, esperando a que sonara la música y todo el mundo se colocara en sus puestos para la llegada de la novia. Caminamos unos pocos pasos y, entonces, lo vi. ¿A mi futuro marido, espléndido y sonriendo? Sí, también estaba él. Pero su imagen no logra sobresalir ante la de la señora que tiene al lado.

Allí estaba ella, exactamente con el mismo atuendo que me prometió que no se pondría. Con un vestido blanco, largo y con encajes, llamativo, extravagante y pretencioso, en obvio contraste con el que llevaba yo. Porque el mío tenía un corte sencillo y austero con detalles simples en el escote, las mangas y los hombros.

La furia se hizo con mi gesto en un segundo y a punto estuve de darme la vuelta y huir para siempre. Pero entonces vi sonreír a mis amigas, que seguían mi trayectoria hacia el altar con la vista, y decidí estirar las comisuras de los labios para mandarle a todo mi ser una orden concreta: aquel día era para disfrutarlo y estar feliz, y no iba a permitir que la vieja de los huevos me lo amargara.

Estuve tentada a tirar del puño de mi marido al momento de intercambiar los anillos, pensando que igual se confundía y se giraba hacia aquella señora desubicada que también quería casarse con él, al parecer. Es cierto que se parecía más a la clásica muñeca de la tarta que yo, si hablamos de esas figuritas tan demodé que ya ni se ponen.

Tu desafío, mi hostilidad de por vida

Si no conociera a mi suegra, aquello podría haberse convertido en la anécdota de una señora con el chocho muy gordo, simplemente. Es decir, una pobre despistada que no entiende de protocolos y se puso lo que creía que era acorde y le quedaba bien. Pero aquella no era una madre-de-él al uso, sino una “suegruja” (por “suegra” y “bruja”) que me desafió. Y no en un momento cualquiera, sino en un día tan señalado para mí.

Sé que el atuendo tan poco adecuado de esa mujer fue uno de los temas de conversación de la boda. Que qué inadecuado y qué poco gusto, era en la opinión generalizada. Poco le importaba a ella ir bonita o fea, porque ella es muy filosofía “Telecirco”: que hablan mal o bien, pero que hablen de mí más que de ella.

Yo no quise dedicarle ni un minuto, como si no nombrándola fuera a conseguir que se evaporase de allí. Después de la ceremonia, en el momento de las fotos, mi madre me dijo entre dientes: “Ay, tu suegra”. Y yo, alto y claro, para que se enteraran tanto ella como toda persona en varios metros a la redonda, espeté: “No quiero comentario alguno sobre lo que lleva puesto alguna desubicada de por aquí”, acompañando con un gesto circular con la mano que englobaba la zona en la que ella estaba. Fue suficiente y efectivo. Nadie me hizo directamente ningún comentario hasta después de la boda.

No la miré en toda la ceremonia, ni me dirigí a ella durante la celebración. Ignoré cualquier comentario que me hiciese directa o indirectamente a distancia, porque no me acerqué ni cuando me lo pidió. Indiferencia luego tornada en una hostilidad que duró semanas. Cualquier excusa era buena para rehuir eventos con la familia política y no pasar por su casa, ni después de la luna de miel.

Viendo que aquella guerra fría no tenía visos de diluirse, y que la relación con su hijo se tensaría en caso de batalla a campo abierto, la señora claudicó y me llamó para pedirme perdón. Sabía dónde estaba la raíz de la tensión, ¡claro que lo sabía! No tuvo la desfachatez de hacerse la víctima y preguntarme qué me pasaba, pero sí me pidió perdón con la boca pequeña, deshaciéndose en excusas: “Es que era el que me gustaba, era barato, lo vi apropiado…” y no sé cuántas chorradas más.

Yo la escuché pacientemente, apretando la mandíbula. Hasta que al final, con toda la mordacidad que pude reunir, le dije: “Mujer, tranquila, con lo guapa que ibas, que parecías una muñeca de coleccionista, de esas que venden entre otros trastos viejos en el rastro”.

Anónimo

 

[Texto reescrito por una colaboradora a partir de un testimonio real]