Soy la suma de todas las personas que están en mi vida. De sus sonrisas, sus gustos, sus abrazos, pero también de sus miedos, inseguridades y malos momentos, por lo que procuro rodearme de poquitas personas, pero que tengan un corazón grande y humilde.

Me gustaría decir que siempre ha sido así, pero lo cierto es que he tenido que equivocarme muchas veces para ir aprendiendo quién no quiero ser, y para poder llegar a la determinación de que iba a dejar de esforzarme por todos aquellas personas con las que no me sintiera bien.

Durante mi adolescencia, una etapa muy vulnerable y exploratoria donde intentamos rodearnos del mayor número de personas posibles para encontrar nuestra valía, me rodeé de algunas personas a las que no les importaba realmente. Personas que me tenían al lado para poder escucharse a sí mismas una y otra vez y que valoraban bien poco mi individualidad. Personas ante las que tenía que adaptarme para encajar y con las que pocas veces podía ser yo misma. 

Cuando fui creciendo, intenté mantener al mayor número posible de personas de esa etapa mientras conocía a otras. Sin embargo, poco a poco, me di cuenta de que no tenía tiempo para todo el mundo y que necesitaba aprender a elegir. Empecé a ver de que mi humor al final de una conversación variaba dependiendo las personas con las que la había mantenido: si una amiga se pasaba dos horas criticando a otras personas, acababa cansada y frustrada, mientras que en otras ocasiones deseaba que las tardes con mis amigos de la universidad en la playa no acabaran nunca.

Y es que las personas nos transmiten lo que son, lo que sienten. Siempre que estamos al lado de una persona, nuestras energías se combinan. No hablo del sentido espiritual de energía, si no de uno más relacionado con las emociones, las intenciones, la forma que tiene una persona de pensar y existir en el mundo. Así, siendo cada día más consciente de lo que cada persona me hacía sentir, fui alejándome de aquellas personas que drenaban mis ganas de verlas. Aprendí que no es sano que una persona esté esperando que te equivoques en lo más mínimo, para echarte en cara las cosas. Que no siempre tienes que dar tu primero para que los demás quieran ofrecerte su cariño, tiempo y respeto.

 

 

Aprendí que cuidarme no solo era hacer rutinas de belleza y regalarme esporádicos momentos de tranquilidad, sino rodearme de personas que me hagan enamorarme de la vida, que tengan la inteligencia emocional suficiente para agradecer mi compañía y me aprecien por lo que soy, en vez de exigirme ser quien no soy. Personas, en definitiva, con un corazón enorme, con las que se pueda hablar durante horas y sean capaces de crear en ti distintos universos mentales. Personas que no juzguen y sean capaces de escuchar y respetar tu punto de vista, aunque tengan otros. Personas que te hagan más humilde y a las puedas mirar agradecida por todas aquellas experiencias que habéis podido compartir en este viaje. Son poquitas, pero son las que realmente llenan mis días de cariño, confianza, respeto y de la maravillosa sensación de poder vernos crecer y mejorar día a día.