Esta historia sigue dejando sin respiración a todo aquel que la escucha.

Hace un par de años de ello, pero no es una cosa fácil de olvidar ni de digerir. Me eché un ‘amigovio’ de esos que dice la RAE, pero era más un amigo al que me tiraba que un novio, la verdad.

Él había estado algo choff los últimos meses porque se la había muerto su perrita y estaban muy unidos.

Una tarde fui a su casa y estuvimos en una de nuestras sesiones de mimos y lo que no son mimos. Me dio sed y fui a la cocina. Teníamos bastante confianza, por lo que yo cogí un vaso, abrí la nevera y mientras me estaba sirviendo un refresco, se me ocurrió coger hielos para hacer algunas guarradas.

Lo último que me esperaba era lo que me encontré. Pegué un grito y tiré el vaso al suelo. El vino corriendo a preguntarme qué me había pasado. Cuando me giré, en bragas, con cara de susto y todo el suelo hecho un desastre porque se había caído la bebida, me dijo:

‘Ya no me acordaba de que no sabías que estaba ahí mi peque. ¿No te lo dije?’

No, caballero, no tenía ni puta idea de que tenías a tu perra muerta en el congelador. Lo mejor de todo fue su explicación:

‘No sabía si enterrarla, disecarla o qué hacer, por lo que la tengo aquí. Cuando me siento muy solo, la saco y la tengo conmigo un ratito’.

La verdad que abrir el congelador y ver a la pobre perra, sin dientes y con los ojos como los caminantes blancos de Juego de Tronos mirándome de frente fue algo que me creó pesadillas, pero estar con ese caballero, que lo único que hacía era justificar su comportamiento.

‘No sabes lo feliz que me hace ver que, aunque sea su cuerpo, sigue conmigo’.

Por mucho que quiso convencerme y volver a cautivarme, me empecé a encontrar fatal y me fui a casa. Sigo sin llamarle ni contactar con él, porque me da pavor pensar en ir otra vez para allá y ver a la perra de nuevo por allí.

 

Anónimo

Envía tus movidas a [email protected]