Necesito ligar.
Llevo un tiempo en barbecho y tengo el cuerpo más que ready para darnos un gusto en compañía.
Que una ya está aburrida hasta de sí misma.
Pero tengo un problemilla… no se me da bien conocer gente.
Y mucho menos, entrarles a los chicos.
Es una tara que tengo, se me da fatal.
Si me entran ellos, todavía, aunque tampoco me manejo muy bien.
Sin embargo, ¿sabéis qué se me da muy guay?
Pues el maldito Tinder del demonio.
Me resulta mucho más fácil relacionarme desde la seguridad del otro lado de la pantalla y me ayuda a tantear el terreno para atreverme a dar el paso y quedar en persona.
Lo malo es que, cuanto mejor me va en Tinder, peor en el cara a cara.
Es por eso que hace un tiempo decidí pasar de conocer a tíos por ahí.
Bueno, por eso y porque la última vez que me dio por quedar con alguien al que conocí en la app, me salió rana.
Mira que yo había quedado con aquel chico muy ilusionada y con grandes expectativas. Y, si me hubierais preguntado en el momento, os diría que el tipo había ganado en el plano presencial.
Al final de la noche, os añadiría que me lo había pasado fenomenal y que me gustaría repetir.
En cuanto a él… No quiso segunda cita porque no le chupé la pinga.
Muy fuerte, amigas, ¿a que sí?
Habían sido tres semanas completitas de mensajes, charlas, conversaciones subidas de tono de madrugada… lo típico. O no, no sé si todo el mundo lo hace de esa forma. Solo sé que ese suele ser mi modus operandi tinderiano.
El tema es que congeniamos y teníamos un humor muy parecido.
Yo soy de esas que, cuando pilla una broma graciosa, hace presa y no la suelta hasta que la mata de éxito. Vamos, que a menudo resulto pesadita, qué le voy a hacer.
Pues resulta que una noche, entre un chiste tonto y el siguiente, hice un comentario sobre si íbamos a quedar para cenar o mejor directamente me hacía una comida y ja ja ja…
O algo así, la verdad es que no me acuerdo.
A él le hizo mucha gracia y seguimos con ese rollo de comernos nuestras respectivas entrepiernas esa noche y cada vez que surgía la oportunidad.
Cuando quedemos, ¿qué vas a querer comer?
Salchicha.
¿Y de postre?
Banana Split.
Jajaja.
Jajajajaja.
Joder, era gracioso.
Yo me reía mogollón.
Y al fin nos animamos a quedar.
Fuimos a un concierto, bailamos, comimos algo y nos enrollamos un poquitín.
Poco, estábamos en un descampado embarrado con otras dos mil y pico personas, no era el mejor sitio.
Después volvimos al centro en autobús, dimos un paseo y me acompañó al portal.
Y aquí hago una aclaración importante: En condiciones normales quizás le hubiera preguntado si quería subir.
Es probable incluso que le hubiera hecho una felación.
Ganas no me faltaban.
Pero, por un lado, cuando el chico en cuestión me hacía tilín me gustaba hacerme de rogar un poquito, por eso de comprobar de qué palo iba.
Por otro, mi hermana se había presentado esa mañana en mi piso sin avisar para pasar el finde conmigo. Ya era bastante feo haberla dejado sola, como para encima subir al chaval y ponernos a darle al cabecero.
Total, que le digo que mejor me subo ya y él se pone en plan ‘¿perdona?’. Le explico que no tengo la casa libre y tal y me dice que ahora no le puedo hacer eso.
Que, vamos a ver, a mí el tonito ya me tocó los huevos, la verdad. No obstante, tiro de empatía y le digo que otra vez será.
El tío suaviza el tono, se me pone meloso y me dice: cómemela en el portal, que es un rato de nada, y ya me voy.
Y yo: jajajajajajaja.
Pero él: lo digo en serio, llevas un mes diciendo que me vas a hacer la comida del siglo, no me dejes así.
En fin, tuve que explicarle que no le iba a hacer una mamada en el portal porque, por más que a él se lo pudiese parecer, mis bromas telefónicas y mensajes guarros no eran un contrato verbal vinculante. Y la verdad es que él fingió aceptarlo relativamente bien.
De modo que, una vez metida en mi cama, le mandé un mensaje en el que le decía que no se frustrara, que ya quedaríamos otro día para ‘comer’.
Y su respuesta fue: a mí una y no más, te va a volver a llamar tu madre. Calientapollas.
Pues mira, chico, casi que mejor.
Anónimo
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