Indicaciones previas a la lectura:

Para la correcta escenificación del siguiente artículo, se recomienda una lectura tranquila, serena, y con una música adecuada de fondo, tal y como esta.

Me despierto con el dulce cantar de los pajarillos que anidan junto a mi ventana, para poco después entrar a la ducha, arreglarme y perfumarme para salir a la calle tan dulce y preciosa como me siento debido al bienestar del momento. Cojo el coche para ir a hacer algún que otro recadillo sin importancia, salgo a la primera rotonda de incorporación a la circulación y…

¡Qué delicia! ¡Qué sinfonía de pitidos!

Los conductores se insultan en un armonioso canon mientras agitan los brazos en el aire al compás de la partitura de la mala educación. Mmmm… ¿Se puede pedir algo más hermoso para el comienzo de la mañana?

Tras recibir varios toques de claxon, y recuerdos a gran parte de mi familia, debido a esperar pacientemente a formar parte de ese magnífico caos organizado en forma circular, me adentro en el suave vaivén del carrusel automovilístico.

¡Oh! ¡Brava la escenificación del declive occidental! Las luces intermitentes de los indicadores de dirección de los coches crean un magnífico baile, más bien desacompasado, del que nadie puede -ni sabe- huir. Como un vals desbocado, los coches entran y salen de los bien indicados carriles sin hacer muestra ni gesto alguno de su intención o dirección, no obstante, esperando que tú -yo, en este caso- sea buena practicante de la telepatía o quizás otras técnicas de la adivinación tales como la quiromancia. Ay… ¡Lástima! Esta mañana olvidé leer los posos del té.

Pero, volvamos al tema, y concretamente, al lugar, pues no puedo dejar de girar y girar, de acelerar y frenar, como si de un corazón enamorado se tratase, mi coche arranca y para para deleitarme con los adelantos tecnológicos que posee en proporción con otros, los cuales humean cual puro habano en boca de un viejo y ajado fumador.

El tic-tac del reloj me acompaña en el viaje, no sin recordar, que el tiempo es fugaz y caprichoso, habiendo decidido hoy jugar conmigo.

Sonrío e inhalo profundamente mientras mantengo los ojos cerrados a la espera de que, ese simpático señor que tanto se ha esforzado en preguntar por mi madre, deje de apretar el morro de su auto contra el parachocques trasero del mío. No en vano, un simpático gorrión vuela frente a mí, recordándome que la libertad está al alcance de mi mano, y que algo que comió le ha debido sentar terriblemente mal…

¡Qué amable es usted! ¡No, no, gracias! No quiero chupar nada en estos momentos, caballero. ¡Oh, un hueco! Acelero. ¡Será este el momento de suerte! Uy, gracias, amable motorista por su alegre zigzag por el que casi me da un infarto. Compruebo así que mi sistema cardiovascular se encuentra en magníficas condiciones.

No, no insista. Mi madre está muy bien, gracias. Oiga, sí, le he oído. Oiga, eh, oiga…

Y entonces, ahí viene… Noto fuego en mi interior, toda mi anatomía se tensa, noto la sangre palpitante en las sienes. Ya viene, arde, emana de mí con una intensidad inusitada…

hater

¡ME CAGO EN LA MADRE QUE TE PARIÓ! ¡TÚ Y CUÁNTOS MÁS, GILIPOLLAS! ¡ARRANCA, VENGA! ¡PERO A DÓNDE VAS, IMBÉCIL! ¡PERO SI ES QUE OS HAN REGALADO LOS CARNETS EN UNA TÓMBOLA! ¡AAAAAAAAARGGGGGGG!

Y la vida transcurre dulcemente en la rotonda que se encuentra a 200 metros de mi casa, donde podría estar durmiendo a pierna suelta, mientras una pregunta se reitera en mi mente al compás que en la de todos los conductores envueltos en tal enredo…

¿Por qué todos conducen mal, menos yo?