Siempre he sido delgada y eso, hasta hace unos años, era sinónimo de vergüenza para mí.
Recuerdo la ‘lucha’ de mi tía para que subiera de peso. “Es que está tannn flaca, pobrecita” y a sus comentarios le sumaban unas largas horas en la cocina preparando mi merienda del colegio: arroz, carne, patatas y/o similares.
Mientras mis amigas comían paquetes, yo, una niña de seis años, ¿tenía que zamparme este menú a las 10:00 a.m.? Y ni decir de las ‘vitaminas’ que me compraba un día sí y el otro también. “Es que Pepita me dijo que esto era bendito para engordar”, añadía.
Y así fui creciendo con la sensación de que ser flaca estaba mal. Tanto así que, en la secundaria, ya no era ella quien me compraba las pastillas milagrosas, sino que yo misma iba a la farmacia.
Antes de empezar la universidad me di seis meses sabáticos y, literalmente, me interné en el gym para, según yo, agarrar forma. Y digamos que cumplí mi ‘objetivo’, pero aún así mi falta de seguridad era brutal.
Era incapaz de usar una falda o un vestido, porque “con estas piernas tan largas y flacas qué bonita me voy a ver”. Solo hasta que tuve 24 me destapé y digamos que fue gracias al petardo de mi ex ja ja ja.
Para él mis piernas kilométricas eran divinas. Le encantaba lo bien contorneadas que estaban y con este bronceado permanente que me cargo [por lo morena], ufff el tipo vivía matado. Poco a poco me fui soltando y, al menos, para irnos de fiesta empecé a mostrar esa carne que mi tía siempre echó de menos aún estando allí.
Y si el tema de las piernas me afectaba, el de los ojos me estaba creando un trauma. Resulta que tengo unos ojos inmensos, grandes como unos platos. De pequeña, en mi casa, me decían “la ojona”, “ojos de sapo”, “ojitos” y apodos por ese estilo, que según recalcaba mi tía, eran “por cariño”..
Qué cariño ni qué nada. Eso hizo que pensara, hasta no hace muy poco, que tener ojos grandes era un defecto. “Lo único malo de mi cara son los ojos”, me repetía mirándome al espejo. ¿En serio? Si tengo una visión perfecta. Eso es lo que cuenta, ¿no?
Estoy convencida que la preocupación de mi familia por mi eterna delgadez y sus ‘frases de cariño’ con respecto a mis ojos nunca fueron con la intención de hacerme daño. Pero me hirieron.
La invitación es a promocionar el amor propio desde casa y desde tu interior. No digo que los padres tengan que alabar la belleza de sus hijos cada tanto. Solo se trata de cuidar cómo se transmite el mensaje. Y para ti, que me lees, no hace falta que nadie te diga lo linda que eres, porque lo eres. Gorda, flaca, alta, baja, blanca, negra. Estás viva y esa ya es toda una ganancia. Eres un mujerón, querida.
Hoy en día la vergüenza es un tema del pasado para mí. Ya sea por mí ex o porque por fin desperté, me siento la reina del mambo o, como diríamos en mi país, siento que estoy más buena que el pan. Punto.
Con amor,
Caro – @principeverdiazul