Mi pareja siempre ha sido de esos que, con toda la convicción del mundo, me aseguraba que mi peso no le importaba. Que daba igual cuánto subiera o bajara la báscula, que a él yo le seguía resultando atractiva. Y yo, en el fondo, me lo quería creer. Me gustaba pensar que había dado con alguien que realmente me aceptaba tal y como soy, con mis curvas, mis redondeces y mis fluctuaciones de talla.
Pero entonces llegó mi último cumpleaños y su regalo, una «sugerencia» que se clavó como un puñal disfrazado de buena intención: me propuso regalarme Wegovy, esas inyecciones para adelgazar que ahora están tan de moda. Que lo había leído en la prensa y lo habían comentado en el trabajo, que van fantásticas, y que si quiero empezar tratamiento él me lo financia.
Lo primero que sentí fue incredulidad. Como si de repente todo lo que había dicho durante años se desmoronara de un plumazo. Mi cabeza empezó a hacer un repaso mental de todas esas conversaciones en las que me había mirado a los ojos y me había dicho que le encantaba tal y como era. De esos días en los que había notado mi inseguridad y se había apresurado a decirme lo bien que me quedaba mi ropa, lo sexy que me encontraba. Todo eso se me cayó al suelo como un jarrón roto.
Y ahí estaba él sonriendo, con esa cara de «esto lo hago por ti». Porque claro, después de todo no era él el que necesitaba aceptarme, era yo la que, según él, debía quererme lo suficiente para cambiar. La clásica jugada del “por tu bien”. Y en el fondo me dio una rabia tremenda. Porque no era por mi bien, era por el suyo. Porque en algún momento empezó a sentirse incómodo con mi cuerpo, con mi imagen, y se convenció de que lo más generoso era decirme cómo cambiarlo.
He tenido muchas conversaciones conmigo misma desde entonces. Algunas en las que pensaba que a lo mejor tenía razón, que quizá mi salud podía mejorar, que perder peso me haría sentir mejor. Pero luego me di cuenta de que esas ideas no eran mías. Venían de fuera, de los mensajes constantes sobre cómo debería ser mi cuerpo. Y sobre todo, de esa voz suya disfrazada de amor que me decía que podía ser mejor si simplemente fuera un poco menos yo.
Lo más difícil ha sido enfrentarme a esa realidad: que alguien que decía quererme de verdad no me quería tanto como yo pensaba. Que su amor tenía condicionales y que esos condicionales pesaban lo mismo que mis kilos de más. Ha sido duro, pero también ha sido liberador. Porque por primera vez me he planteado si quiero estar con alguien que ve en mí un proyecto de mejora o si merezco alguien que me mire sin el filtro de lo que podría ser.
No es fácil mirar a la cara a la persona con la que has compartido tantos momentos y darte cuenta de que su mirada hacia ti ha cambiado. Pero lo que es peor es que la mía hacia él también ha cambiado. Porque ya no puedo confiar del todo en sus palabras, ya no puedo creerle cuando me dice que me quiere tal y como soy. Porque ahora sé que lo hace, pero con un «pero» al final de la frase. Y yo no quiero «peros». Quiero alguien que me mire y no piense que necesito cambiar para ser suficiente.
Así que aquí estoy, replanteándome muchas cosas tratando de entender cómo seguir adelante. Porque adelgazar es lo de menos; lo importante es quitarse de encima los kilos de expectativas y juicios que aunque no queramos, muchas veces nos echan encima los que se supone que nos quieren.
Gracias por leerme.