A mi casi cuarenta tacos he decidido que Madrid me mata más que me quiere y me largo al pueblo a vivir, definitivamente. Se acabaron las pastillas, las prisas y el insomnio.
Soy madrileña, de las casi gatas, vamos que estoy acostumbrada de sobra a la vida en la gran ciudad. Viví fuera unos años, por estudios pero también en una gran ciudad, pero me enamoré y volví al centro. Mi matrimonio atropellado salió mal y mi santa madre me acogió de nuevo en su nido y ahí empezaron mis problemas de salud, por causas laborales, que muy bien de la cabeza nunca he estado pero tampoco tan mal como para tener que pensar en un cambio de vida tan brusco.
A pesar de haber estudiado marketing y publicidad, acabé de secretaria en una enorme empresa en la que todo eran prisas y fechas límite y carreras por llegar a tiempo, mi carácter analítico y pachorrón se vió un poco intimidado, pero yo podía con todo y con más que para eso era super yo.
Los primeros meses con el tema de asentarme pues no di importancia a casi nada, me mataba a trabajar y punto, pero veía que esas maratonianas jornadas podían conmigo, bueno, para compensar estaban los fines de semana. Tuve muy mala suerte y mi amor de jefe fue sustituido por alguien que aparte de no merecerse el puesto, mucho arte para tratar a las personas tampoco tenía. Estaba claro que no había feeling entre las dos, pero las cosas fueron cada vez peor y llegamos a un punto de no retorno.
Explico el no retorno, tuve varias bajas médicas por crisis de pánico, si, provocados por ella, ejemplo, si se la acababan las grapas de la grapadora, daba un grito desde su despacho que se escuchaba en todo el pasillo para que fuera a reponer las grapas, si necesitaba un bolígrafo verde, quería uno y me tenía que ir a donde fuera a buscarlo, no hablo de la oficina, hablo de tiendas.
Siempre que iba a la psicóloga pensaba lo mismo, yo no necesito medicación, ella si. Volví a tener mis ataques de asma y al final no tengo claro si lo provoqué yo o que al fin la dejaron, pero me despidieron. Fue mitad alivio, mitad agobio, tenía mi paro y la opción de buscar un sitio normal, o aceptable, que ya sabemos que normal ya no hay nada en este mundo.
Eso hice, viajé unos meses para reconciliarme conmigo misma y centrarme. Encontré algo más relacionado con lo mío, era una empresa pequeña familiar y parecía que había buen ambiente, parecía. Si fuera informática crearía una app para que los empleados pudieran dar su opinión sobre las empresas y los posibles candidatos pudiéramos cotillear si nos conviene esa empresa o no.
No tardé dos semanas en darme cuenta que en esa familia, empresa, estaban todos de la cabeza, un trato entre ellos insoportable, unos modos y una educación, unas contestaciones, entré en el bucle de que no iba a encajar en ningún sitio y de nuevo depresión, ansiedad y ansiolíticos.
Mi madre me llevó casi obligada al pueblo, que yo adoraba ir allí, mis veranos allí, respirar y ver el cielo de otro color. Total que me apalanqué y con la pasta que tenía del despido reformé una parte de la casa de la abuela, y me metí de okupa consentida. Me hice mi pandi, esto de que la gente esté volviendo a la ruralidad mola porque hay más gente de mi edad ahora, casi que cuando éramos pequeños.
Resumo, que me lo he currado con los del Ayuntamiento, vamos a reabrir la biblioteca porque he conseguido una subvención y unas donaciones y tengo como cuatrocientos libros esperando ser leídos. Estoy entusiasmada con mi proyecto, que lo mismo vosotras pensáis que es absurdo, pero por fín he encontrado algo con lo que ilusionarme e implicarme.
Y qué queréis que os diga, prefiero mil veces tratar con libros que con jefes. Si queréis venir a verme os digo donde estoy y os recibo encantada y os sugiero lecturas para cada momento.