Llevo días pensando en matarme. En realidad no lo pienso fríamente (o a veces sí, pero más como una posibilidad pseudoatractiva que como un plan), es algo pasional; de pronto me entran unas irrefrenables ganas de tirarme por la ventana. Estoy desapareciendo.
Ni siquiera creo que pueda explicar por qué ahora mismo. Apenas duermo desde hace semanas. Apenas como desde hace días. No sé ni por qué escribo aquí. Sé que no soy nadie para ti, quien quiera que seas, que estés leyendo esto. Que no sabes nada de mí (ni yo misma lo sé). Que no puedes ayudarme. Tampoco lo pido.
Explicaría los motivos; créeme que de veras quiero hacerlo, pero no puedo, no ahora. Me da vergüenza. Me doy vergüenza. Todo está mal en mí. Y ni siquiera es verdad esto último. «No, claro que no todo está mal en ti.» me susurra una vocecilla repelente (una de tantas en mi putrefacto interior). Te diré que mis pestañas no son largas, ni espesas, ni negras, ni rizadas. Que mi estupidez sobrepasa los límites de lo humanamente permitido. Que tengo miedo, que estoy loca, que me odio. Es tal la disparidad de cerebros con sus respectivas convicciones sobre lo correcto y lo incorrecto, el bien y el mal (o la inexistencia de ambos)… Convicciones adquiridas por obligación, por traumas, por gusto, por admiración (e incluso fanatismo)… que sé y no sé, que quiero y no quiero respuestas.
Por eso no lo cuento. Porque tengo miedo. Pero te hablo del miedo. ¿No es suficiente? Yo tampoco lo soy. Lo siento.