Lee aquí la parte 1
Me dio vergüenza que me hubiera pedido matrimonio, y me daba vergüenza él, la verdad. ¿Por qué estaba yo con un chico así? Porque me quería. Esa era la razón que me mantenía aferrada a él. Como nadie me quería y él sí, pues ya está, eso es lo que hay. Le pedí no contar nada del compromiso y tomárnoslo simplemente como una promesa de amor y de futuro juntos. Que cuando su situación personal cambiara y pudiéramos de verdad empezar una vida como matrimonio, me lo volviera a pedir.
Pasaron los meses, todo iba bien entre nosotros. Sufrí mucho porque mi familia se negó a aceptarlo de nuevo. Tuve que hablar con ellos varias veces y explicarles que a la que habían hecho daño era a mí, no a ellos. Que no se hicieran dueños de mi dolor y que no me lo hicieran pasar todavía peor al rechazarlo a él. Finalmente lo entendieron, lo aceptaron, y poco a poco todo volvió a su cauce. Yo, por cierto, seguía sin perdonarlo y miraba su teléfono de vez en cuando, mientras él dormía. Nunca encontraba nada que me hiciera sospechar. Me iba relajando.
Un año y unos meses después de la ruptura, nos fuimos de viaje a un lugar muy especial para mí. Él me pidió que le reservara un día. Dijo que ese día él se encargaba de escoger el itinerario y hacer de guía. Accedí encantada. ¿Cuál fue mi sorpresa? Volvió a pedirme matrimonio. Sí, señoras. Se arrodilló en un lugar público, la gente mirándonos. Una pedida de esas de película que yo odiaba. Él sabía que a mí me gustaría una pedida íntima, en casa. Pero, claro, a él no, a él le molan los grandes gestos, quedar como un verdadero caballero enamorado de su damisela. Soltó un discurso muy bonito, la verdad, pero lo tuvo que acabar con “Esta es la última vez que te pido matrimonio, ¿eh?”. Y dije que sí. Por vergüenza al estar en público y por miedo a que no me lo volviera a pedir. Aplaudieron, nos besamos y yo me volvía a cagar en él internamente.
Esta vez sí anunciamos el compromiso. Volvimos a vivir juntos, pero ahora los gastos a medias. A él le salían trabajitos ocasionales con los que podía pagar agua, luz, internet y comida. Yo no veía factible la boda, mientras él no trabajara. No quería casarme con una persona que no tenía trabajo ni lo buscaba. Me seguía dando vergüenza todo este tema. ¿Cómo yo, una chica tan exitosa, iba a casarse con alguien así? (Eso era lo que yo imaginaba que pensaba la gente de mi alrededor) No lo entendía, pero tampoco sabía salir de ahí. La relación se fue resintiendo, pasamos varios meses malos, malísimos. Estuve a punto de dejarlo y lo avisé de la gravedad del asunto. Él no hizo nada para cambiar la situación, simplemente dejamos pasar el tiempo.
Y las aguas volvieron a su cauce. Y un día me di cuenta de que ya casi lo había perdonado. Estaba feliz. Hicimos planes que nos gustaban a los dos, todo pintaba bien. Se compró un teléfono nuevo y, no sé por qué, no apagaba el viejo. Se fue a pasar un par de días con unos amigos y, la mañana en la que volvía, el móvil viejo empezó a vibrar. Vibró una vez. Lo miré. Pasé. Vibró otra vez. Pasé. Otra y otra y otra vez. No dejaba de vibrar. Me entró la curiosidad, de nuevo la sospecha, y lo cogí. Leí en directo una conversación en Instagram entre mi prometido (que por Whatsapp me estaba diciendo que me quería mucho y que tenía ganas de volver a casa para hacer todos esos planes conmigo) y una chica.
Ahora era definitivo. Porque yo nunca me había dicho que no perdonaría una infidelidad, pero sí que me prometí cuando decidí volver con él que, si lo volvía a hacer, se había acabado para siempre. Seguí esa conversación en directo con la pena de saber que estaba contemplando el final de mi relación. La grabé por si en un futuro dudaba y necesitaba pruebas. Él borraba la conversación cada pocos minutos. Por eso en mis revisiones nunca había encontrado nada, porque lo borraba todo. ¿Desde cuándo habría vuelto a las andadas? ¿O es que nunca había dejado de hacerlo? ¿Qué clase de relación había vivido yo? ¿Cómo no me había dado cuenta? Había vivido una mentira, personas ajenas habían entrado en mi relación, en lo más íntimo de mí, y yo no había podido controlar nada.
Me sentí tan vulnerable y expuesta como la primera vez. Pero ahora mucho más segura. Esa vez rompimos para siempre. A veces me da rabia haber perdido tanto tiempo con una persona así. Todos sabemos qué hacer a toro pasado, pero en su momento yo lo hice lo mejor que pude, como supongo que le estará pasando a la autora de los posts del otro día. No te presiones, no tienes por qué decidir nada ya. Date tiempo, escúchate y no te juzgues. A mí me funciona mucho lo de hablarme como le hablaría a una buena amiga. Otra lección que he aprendido, aparentemente muy obvia pero que para mí no lo era, es que la vida no siempre te da lo que mereces, la vida te da lo que te toca y punto. Hay muchas cosas que escapan a nuestro control, y no pasa nada.
Me ha costado, pero yo ya estoy bien. A veces hasta pienso que debería estarle agradecida a la vida, porque gracias a todo ese sufrimiento ahora me siento mejor persona. Entendedme, no es gracias al sufrimiento en sí, sino a todo el camino que he tenido que transitar y todo lo que he aprendido de mí, de las relaciones y de la vida. Otras veces pienso que menuda mierda, que me da igual ser tan fuerte y valiente, preferiría no haber vivido ese trauma y no haberlo tenido que ser. Pero, como eso no depende de mí, solo queda relajarme y prepararme lo mejor que pueda para lo que me tenga preparado el futuro.
Un abrazo, chicas. Seguid contando vuestras historias y comentando las publicaciones porque de verdad que sois muy buenas compañeras y vuestras palabras inspiran y consuelan.