Bonjour, amores.
Hoy voy a compartir con vosotrxs mi follodrama. Dicen que compartir es vivir y que la risa es la mejor medicina, así que lo comparto para que, ya que me quedé sin polvazo (ups! destripé el final) al menos nos reímos un rato.
Os cuento: soy una chica de 21 años, y estoy bastante verde en todo el tema del sexo. Solo he tenido una pareja sexual en mi vida (estuve con mi ex durante 5 años) y básicamente lo descubrí todo con él. Aunque teníamos mucha vida sexual, tampoco era para tirar cohetes.
Quizá fue precisamente por eso que, cuando cortamos y yo empecé a conocer a otros chicos, se me cayeron las bragas al suelo cuando conocí a uno que tenía las cosas muy claras y era más directo que una bala. Él tenía siete años más que yo y no sé como lo hacía que con un beso me tenía con las piernas temblando. Quedamos un par de veces y acabábamos siempre contra un portal (sin poder hacer mucho más que calentarnos) mientras él me contaba todo lo que me haría en cuanto tuviesemos la oportunidad. Y yo, claro, más contenta que unas pascuas. Por todo lo que me decía, parecía que había encontrado un empotrador salvaje y que me iba a tener como una muñeca pinypon: p’arriba y p’abajo, a su gusto (ojo, que yo no me quejaba, yo lo que quería era disfrutar).
Total, que por fin llegó el momento. Yo más nerviosa nerviosa que Espinete en una cama de velcro, preparada para lo que parecían ser los mejores polvos de mi vida (porque él me aseguraba que ibamos a echar más de uno) y con unas ganas que me moría (he de decir que llevaba meses en sequía total y absoluta). Me salté las clases de la Uni y mis amigas me hicieron pasillito mientras me iba.
LLegamos a su piso y nada más entrar, me empotra contra una pared y empieza a besarme y a cogerme del culo. Olé olé. Acabábamos de empezar y yo ya estaba aplaudiendo sin manos cuando, saltándose a la torera todo lo que me había «prometido» hacer, me sube a una mesa y empezamos ahí dale que te pego. Tampoco me importó mucho porque a) yo estaba ya charquito y b)se supone que íbamos a echarle mucho tiempo al temita.
Y, de pronto, él acaba. Yo, algo confusa, pensé «¿ya?». Por suerte o por desgracia, tenía delante un bonito reloj que me informó que aquel «super polvo» no había durado más de seis minutos. Obviamente, yo no es que me hubiera quedado a mitad, es que no había casi ni empezado! Pero él, super tranquilo, se separa de mí, tira el condón y se sienta en el sofá cerrando los ojos.
Yo me quedé algo confundida y pensé «bueno, igual quiere cambiar de sitio» y voy super decidida hasta él. Me siento encima suyo, me quito la camisa del todo (imaginaos las prisas que sólo la tenía medio desabrochada) y le echo mi mejor mirada de «tómame y hazme lo que quieras, oh querido empotrador». No debo de ser muy buena con eso de las miradas, porque él me dio una palmada en el culo, me quitó de encima y puso la tele.
-¿Qué te apetece ver?- me pregunta el tío, más tranquilo que nada.
+Pues no sé. ¿Qué tal al tío que me había prometido el mejor polvo de mi vida? – le suelto ya cuando me recupero de la sorpresa.
Él me mira, sorprendido, como diciendo » ¿y qué te crees que acabamos de hacer?».
-Si me das un ratito, repetimos – me dice, guiñándome un ojo.
+¿Un ratito?
-Media hora.
Ahí ya me levanté y me empecé a abrochar la camisa. Mi empotrador salvaje había resultado ser un corderito con piel de lobo. Pues vaya putada.
-Joder, tampoco te pongas así, que acabámos de echar uno – me dice el tío, como ofendido. A todo esto, la tele encendida y él viéndola con el rabillo del ojo.
+Seis minutos no es un polvo, hijo de mi vida. Seis minutos es un huevo duro.
Y me fui, más chula que un ocho pero cagándome en todo sus muertos por dentro. Cuando salí a la calle llamé a mi mejor amiga para contárselo y la muy perra se estuvo descojonando de mí más tiempo de lo que me duró el polvo. Al final yo también me reí porque mira, cosas que pasan.
Así que chics, no os fieis nunca de un tío que vaya pregonando que es un empotrador de primera. Primero que es lo demuestre y luego ya, que diga lo que quiera.
Yo, por tonta, terminé quedándome sin polvazo y con un calentón de la ostia. Pero al menos me llevé una buena historia para cuando jugamos al «Yo nunca».