Me pasé más de media vida repitiéndome a mí misma que lo que yo sentía por Eloy era amor incondicional como buenos amigos que éramos. Llevábamos juntos en clase desde los 11 años y, como quien dice, prácticamente habíamos hecho el duro camino de la adolescencia de la mano. Nunca había pensado en él de ninguna manera que no fuese más allá de bromear sobre cualquier cosa y hablar hasta las tantas sobre nuestras comidas de olla.

Lo que yo no sabía entonces, recién cumplidos los 21, era que Eloy llevaba diez años enamorado de mí. Me lo confesó una noche de verano, mientras nos comíamos un helado sentados en unos columpios del parque. Aquel mes de septiembre yo me iba de Erasmus a Italia y él llevaba algunas semanas muy inquieto con ese tema. No porque no le gustase la idea, sino porque no dejaba de repetirme lo muchísimo que me iba a echar de menos.

Sin más rodeos mientras yo apuraba como podía el cucurucho él me miró y directamente me dijo que me quería. Casi me atraganto con los trozos de galleta. Le respondí que yo también lo quería pero él dudó un segundo para después decirme que seguramente no hasta el punto en el que él me quería. Un poco superada por la situación me puse nerviosa y le pedí que me acompañase a casa. Fue una ruta completamente en silencio. Cuando llegamos a mi portal me pidió perdón por la confesión, que quizás había estado fuera de lugar. Le dije que no era necesario, que aquella escena en el parque había sido la más bonita de mi vida.

Esa noche, tras pensarlo mucho, lo llamé para decirle que al fin se me había pasado el susto y que podía tener razón, ¿y si lo nuestro era mucho más que una amistad? De madrugada nos volvimos a citar en aquel mismo parque y sin mediar palabra nos dimos nuestro primer beso. Han pasado 15 años y hoy en esos mismos columpios juegan nuestros dos hijos. Casualidades de esta vida.

———-

Cuando conocí a Tamara no me hubiera ni imaginado la que íbamos a liar juntas. Entró a trabajar en mi turno en un comercio de bisutería y siempre me pareció encantadora. En seguida hicimos muy buenas migas. Daba gusto currar a su lado. Atenta, graciosa, cero egoísta… Las pocas veces que nuestros horarios no coincidían me pasaba el día sintiéndome un poco más vacía.

Ella estaba casada y tenía ya una pequeña de tres años. Yo llevaba soltera unos años después de una relación muy tormentosa con un hombre que me había prometido una vida maravillosa y en su lugar me había regalado un día a día de mentiras e infidelidades. Pero la cuestión era que Tamara y yo pasamos de ser compañeras a amigas inseparables. Quedábamos cada día antes del turno, nos esperábamos para volver a casa juntas hasta que un día me sorprendí a mí misma inventándome una excusa para acompañarla hasta su puerta.

Empecé a darle vueltas, a pensar mucho en ella, a echarla mucho de menos los domingos cuando ella se dedicaba a su familia. Me di cuenta de que algo estaba pasando y me sentí como un bicho raro. Algo me hizo comportarme como una idiota desde aquel momento, y empecé a guardar las distancias con aquella mujer que me había enamorado. Ella continuaba su rutina conmigo pero yo, muy a mi pesar, siempre buscaba un motivo para desaparecer.

Después de unos meses en esa línea, Tamara explotó. Por enésima vez le dije que debía salir pitando a la hora de cierre y ella corrió tras de mí. Entre enfadada y decepcionada me preguntó qué era lo que me estaba pasando, si me había hecho algo malo sin ella saberlo. Me costó horrores pero al final fui capaz de explicarle que estaba muy confundida, que nunca me había sentido así con una mujer y no quería hacerle daño. Ella se mantuvo seria pero cero sorprendida y acto seguido añadió:

Llevo dos meses intentando contarte que me voy a divorciar porque me he enamorado de una mujer espectacular, ¿me dejas ahora que te lo cuente?

roce cariño

———-

Para los que ponen en duda que el roce hace el cariño… no saben lo equivocados que están. Cuando vi por primera vez a Paco, el compañero de taller de mi padre, de veras que no pudo pasar más desapercibido para mí. Era un hombre bastante mayor que yo y muy serio. Yo solía acercarme por allí para echarles un cable con la contabilidad y Paco apenas era capaz de darme los buenos días sin ponerse como un tomate.

Siempre pensé que debía tener algún problema de salud que le hacía sonrojarse, para qué os voy a mentir. Pasó más de cinco años siendo el fiel compañero de mi adorado padre hasta que una mañana mientras yo terminaba de recoger la casa mi teléfono móvil sonó. Era Paco, desde el taller. Había llegado a trabajar como cada mañana y allí tirado en el suelo se había encontrado a mi padre. Nada se pudo hacer por él, un infarto fulminante se lo había llevado para siempre.

Pasaron las semanas y yo no conseguía levantar cabeza. No podía ni acercarme a aquel taller sin que la pena se me llevara. Lo intentaba cada mañana, pero solo veía de lejos a Paco que se volcaba en el trabajo sacando adelante él solo el proyecto de mi padre. Un día, en uno de esos atrevimientos sin éxito pude escuchar la voz de aquel hombre que me animaba a ser fuerte. Se escondía tras un coche y sin mirarme a los ojos me decía que ya había llorado lo suficiente.

Aquella mañana, después de mucho tiempo, conocí realmente a la persona detrás del cuerpo rudo de Paco. Un hombre que supo escucharme y apoyarme para sobrellevar la pérdida de mi padre. Una persona que adoraba aquel taller y que solo quería ayudar a mi familia. De repente Paco no era un desconocido, se convirtió en mi amigo, en mi compañero.

Empecé a visitar el taller mucho más a menudo, cada mañana, incluso aunque no tuviera necesidad. Llevaba el café a Paco, le preguntaba curiosa sobre qué era lo que estaba haciendo a cada coche. Bromeábamos seguido sobre la mugre acumulada en aquel local. Y para cuando nos dimos cuenta, aquel hombre de 63 años y yo, una mujercita de 41, nos estábamos declarando entre llaves inglesas y embragues usados.