Hay pocas cosas peores que la sensación de tener que dejar tu casa porque no tienes dinero para pagarla. Coger tus cosas, a tu familia y tener que pedir ayuda porque no eres capaz de sobrevivir por ti mismo. Así me sentí yo, justo un par de meses después de que naciera mi hija, cuando mi marido se quedó sin trabajo y con mi sueldo no podía cubrir todos nuestros gastos.
Se me partió el corazón mientras metía todas las cosas del cuarto de mi bebé en cajas. Donde íbamos no había espacio para ponerlas. Tuvimos que pedir ayuda a mis suegros, ya que mis padres vivían en otra ciudad y por mi trabajo no podía irme tan lejos. Nos ofrecieron una habitación. Allí pusimos la cunita de nuestra hija y guardamos la ropa como pudimos. No era muy grande, pero los tres cabíamos, no necesitábamos nada más. El resto de nuestras pertenencias se quedaron en una cochera de la familia.
En ese momento me sentía muy mal. Me centraba en que era algo temporal, que solo necesitábamos recuperarnos un poco para poder buscar de nuevo un piso, algo más barato que el anterior, y valernos por nosotros mismos.
Llevé a su casa toda la comida que tenía en la mía, que era bastante. Siempre he tenido la costumbre de tener una buena reserva de latas, conservas, harinas y alimentos que tardan mucho en caducar, así que prácticamente llené todos los muebles de la cocina. También llevé el jamón y los embutidos de la cesta que me habían dado en la empresa para Navidad. Eso no significaba que no pensara aportar en casa; desde el primer momento le dije a mi marido que colaboraríamos en todo lo que pudiéramos, y él me prometió que se lo diría a sus padres.
Nunca me había llevado mal con mis suegros, pero desde el primer día la situación se volvió incómoda. Me dijeron que por la noche no se podía tirar de la cisterna, independientemente de lo que hiciéramos en el baño, porque molestábamos a los vecinos. Me daba vergüenza contradecirles teniendo en cuenta que me habían dado refugio, pero me parecía exagerado que estuviéramos allí cuatro personas usando un baño por la noche sin cambiar el depósito. Aun así, me aguanté y pasaba toda la noche sin ir al baño porque me daba un asco indescriptible.
Al día siguiente, me levanté para irme a trabajar y me encontré a mi suegra levantada. Me dijo que no nos darían llaves porque ellos estaban siempre en casa, y que, si no estaban, que los llamáramos al móvil y alguien vendría a abrirnos. Sabía que había llaves de sobra, pero no quise darle muchas vueltas. No estaba yo para ponerme a exigir nada.
Iban pasando los días y yo intentaba no alterar demasiado sus rutinas. Comía y cenaba con ellos, pero el resto del día, que pasaba en su casa, lo hacía en la habitación con mi bebé. Ellos tenían sus horarios y costumbres, y no quería alterarlas, así que intentaba molestar lo menos posible.
No llevaba allí ni una semana cuando, una tarde, salí de mi habitación para hacerme algo de merienda. Había llevado varios paquetes de paté, uno de esos paquetes dobles que venden en los supermercados. Curiosamente, no quedaba ninguno. Fui a buscar algo de embutido de la cesta de Navidad y tampoco quedaba nada. Estaba un poco en shock. No entendía cómo tanta comida había desaparecido tan pronto. Pero me dio vergüenza preguntar.
Cuando llegó mi marido, me explicó que su hermano tenía por costumbre ir a casa de sus padres a llevarse comida. Al parecer, se había llevado casi todo lo que habíamos llevado de nuestra casa. No me hizo mucha gracia, pero bueno, yo estaba viviendo en una casa que no era mía y mi cuñado se había llevado una comida que ya tampoco lo era. Así que volví a callarme.
Pero eso no había terminado ahí. No llevábamos ni diez días viviendo con ellos cuando mi suegra habló con mi marido y le dijo que nuestra presencia les suponía un trastorno muy grande. Nos pidieron que les diéramos ciento cincuenta euros por persona, incluido el bebé, para poder compensar un poco esa situación. Me quedé muerta. Acabábamos de perder la casa, teníamos todas nuestras cosas en cajas y no habían pasado ni dos semanas. No nos había dado tiempo a recuperarnos, ni siquiera del trauma de haber llegado a esa situación y ya nos estaban pidiendo dinero.
Me negué rotundamente. Le dije que por esa cantidad me iría con mi bebé a vivir, aunque fuese a un piso en el pueblo más alejado de la provincia. Pero no iba a pagar casi quinientos euros en esa situación.
Me pareció un abuso. Una falta de consideración y de vergüenza teniendo en cuenta la situación. Así que, a la semana siguiente, cogí a mi bebé y me fui a un pequeño apartamento bastante lejos de allí. Pasamos días duros, pero por lo menos nadie se llevaba nuestra comida y podía tirar de la cisterna del baño cuando fuese necesario. Fue la peor experiencia de mi vida, pero me enseñó que no todos los que te tienden una mano van a ayudarte y que a veces es mejor pasar necesidad que no tener paz.
Historia escrita por una colaboradora basada en la vivencia real de una lectora.