Yo pertenezco a ese grupo de mujeres que siempre han sabido que querían ser madres. Me he imaginado teniendo hijos desde que tengo uso de razón. Dado que en mi círculo hay varias parejas con problemas de fertilidad, supe desde mucho antes de intentar concebir, que trataría de ser madre de cualquiera de las formas posibles. Lo mismo me daba parir que adoptar, aunque al final fui de las afortunadas que se quedan embarazadas en los primeros meses.

Cuando di a luz tenía 32 años, un marido al que idolatraba, un trabajo que me llenaba y un montón de ganas de disfrutar de mi bebé y de mi maternidad. Estaba tan feliz, que me planteé cuándo sería buen momento para repetir antes de incorporarme al trabajo. Estaba deseando seguir ampliando la familia.

Me las pintaba muy felices, pero debo confesar que no tardé mucho en repensármelo. La vuelta al trabajo después de la baja no fue como esperaba.

Pequé de ilusa, es verdad. Yo creía que entre los dos nos íbamos a arreglar superbién. Que lograríamos ajustar los horarios, que en la escuela infantil serían flexibles. Que el niño dormiría más y que yo sacaría energía de donde no la tenía, también. Puede que por aquel entonces pensara incluso que podría encontrar las bolas de dragón si me lo proponía…

El caso es que caí de la burra y en algún momento, entre drama y drama, me di cuenta de que tenía casi 35 años, un marido al que quería, pero me sacaba de mis casillas cada dos por tres, un trabajo que había dejado de gustarme desde que me degradaran por pedir una reducción de jornada y cero unidades de ganas de tener más hijos.

Mi marido aún se lo planteaba, yo no quería ni pensar en ello. Solo había una cosa por la que me quedaba un pequeñito resquicio de duda. Era muy chiquitín, no obstante, estaba ahí, haciéndome dudar y calcular y pensar y repensar.

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Contra todo pronóstico, lo hice. Tuve un segundo hijo solo por darle un hermano al primero. Y lo cierto es que me arrepiento. Quiero a mi segundo hijo. Es un niño muy bueno de criar, además. Pero no por ello es menos evidente que la vida se nos ha complicado por mil desde que nació. Si con uno hacíamos malabares, con dos la cosa ya es digna del Circo del Sol. A veces me pregunto si el ‘sacrificio’ que hicimos, realmente mereció la pena. Porque la llegada del pequeño nos ha traído alegría y ya no lo cambiamos por nada, pero también nos ha traído consecuencias negativas. La logística familiar se ha terminado de ir a la mierda. La cuenta del banco está temblando. Y yo siento que me paso la vida decidiendo a qué hijo fastidio para atender al otro, pues tengo la sensación de que siempre hay uno que pierde.

Luego le veo la carita al enano, o pienso en mi propia hermana, y se me pasa un poco. Aunque no negaré que el runrún siempre está ahí.

 

Anónimo

 

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