Siempre me ha llamado la atención la reflexión de: “Si Mahoma no viene a la montaña, la montaña va a Mahoma”.

Es curioso, pero si pensamos en profundidad, esta reflexión divide muy bien (a grandes rasgos, claro) la sociedad en la que vivimos.

Cuando llegamos a este mundo tan mundano (valga la redundancia), en el que tanto tenemos que aprender, a cada ser humano se le asigna no sé si por sorteo, por elección, por herencia, por cuestión de género, por casualidad o no sé muy bien por qué, el papel de ser montaña o ser Mahoma.

Hoy lo reconozco en voz alta aunque no me sienta especialmente orgullosa.

    Sí, me tocó ser montaña.

Ser montaña implica sacrificio; sacrificio para todo y para todos. Ser montaña cansa, cansa infinito. En el “corre corre” del día a día ni siquiera eres capaz de ver la cantidad de esfuerzo diario que empleas para llegar a todo, para satisfacer las necesidades de todos tus Mahomas, para no quedar mal con ninguno y sentirte bien contigo misma.

¿Y sabes lo peor de todo? Que ni siquiera te cuestionas si es justo o no. Tienes ese rol tan interiorizado que lo ejecutas como si fuera una parte de tu ADN sin preguntarte el por qué ni un solo instante.

  Así pasa días, semanas, meses, años. 

Un día es tal el peso, tal la carga, que el Universo te para en seco y te hace echar raíces no sé si por justicia o por merecimiento. Ha llegado el momento de cuestionarse el rol y analizarlo todo.

Después de pensarlo mucho, he llegado a una firme conclusión: “Todas debemos, todas merecemos ser Mahoma”

La relación que tenían Mahoma y la montaña era una relación tóxica donde el sacrificio era la bandera y eso no es ni sano ni justo.

A quienes nos haya tocado el rol de montaña o a quienes lo hayamos elegido no se sabe muy bien por qué razón, nos ha llegado nuestro momento. Es hora de erupcionar, de desmitificar todo aquello que llevamos grabado a fuego en la piel, de dejar atrás el personaje que arriba con tanto arraigo, de ser libres. 

El amor verdadero, ya sea hacia una amiga, hacia tu pareja, hacia un familiar o hacia quien sea, no debe partir jamás desde el sacrificio, desde la “esclavitud”, sino que desde el principio de la reciprocidad. No se trata de que la relación sea simétrica, pero sí igualitaria.

Quédate con esas personas, sólo con esas. Esas son las que convertirán, a golpe de realidades, de gestos amables, de empatía, de sonrisas y miradas cómplices, de abrazos que son refugio, ese anochecer oscuro y sombrío al que siempre te has visto obligada a poner color.

Te lo mereces. Te las mereces.

Por cierto, se me olvidaba contarte un último matiz.

    Su apodo era Mahoma, pero su nombre real era “AMOR PROPIO”.

Lidia Esther.