Mi amiga criaba piojos

 

¡Hola, gente! El otro día estaba con mis amigas rememorando viejos tiempos cuando recordé una historia de mi juventud y quería compartirla por aquí. 

Cuando tenía unos catorce años tenía mi grupito de amigas del instituto y de vez en cuando hacíamos alguna fiesta de pijamas en casa de mi amiga Paula, ya vivía en un chalet y tenía camas para las cinco.

Era viernes por la mañana y la idea era dormir esa noche en casa de Paula, de la comida nos encargábamos todas de llevar algo de nuestras casas y, aun así, la madre de Paula nos dejaba algunas pizzas y refrescos preparados. Yo estaba en casa con otras dos amigas, Ana y Mónica, dado que queríamos ponernos moninas antes de ir. Ana me había comentado en clase que quería alisarse el pelo y yo le propuse que viniese a mi casa (vivíamos a un par de calles de distancia) y luego que mi padre nos llevase a ambas al chalet de Paula. Mónica, que estaba escuchando la conversación, se apuntó al plan dado que le gustaría también probar lo de plancharse el pelo, se ve que nunca lo había hecho antes.

Así que allí estábamos las tres en mi baño, Mónica sentada en una silla que había cogido del salón, mientras que Ana se depilaba las cejas. Yo estaba esperando a que la plancha se calentase para empezar con el pelo de Mónica y luego seguir con Ana, le pasé el cepillo y le pedí que se peinase antes de pasarle la plancha. Para cuando terminó, la plancha ya estaba lista, así que tomé un cepillo más fino y comencé a separarle el pelo para hacerlo en secciones. Y en ese momento lo vi. 

Un piojo gigantesco. 

Me quedé paralizada, no es que me asustasen los insectos, pero no me esperaba que una cosa del tamaño de mi uña estuviese en la cabeza de mi amiga. Pensé que quizás se le había caído encima de un árbol o cualquier otra posibilidad, por lo que cogí un poco de papel y se lo quité. Cero dramas. 

La verdad es que fui una ilusa. Cuando volví a separarle el pelo vi lo que podríamos llamar Piojolandia, bichitos negros de todos los tamaños correteándole por la cabeza, liendres en las raíces del pelo. Era una ciudad entera de bichos. Dios santísimo, no supe que hacer, me quedé entre paralizada y horrorizada, con el mechón de pelo en mi mano y la plancha sobre la encimera. Y lo peor es que sólo podía mirar mi cepillo del pelo, las toallas y todo lo que había en el baño a lo que Mónica se había acercado con pánico.

Ana notó que no estaba moviéndome y, tomando la iniciativa, cogió la plancha y me apartó para empezar a plancharle el pelo a Mónica. Casi vomito, el sonido de pequeños crujidos mientras le alisaba los mechones me revolvió el estómago. Recuerdo a Ana y a Mónica bromear sobre cosas de esa noche, pero como si fuese una conversación de fondo, no era capaz de centrarme en nada, aún tenía la imagen de esos piojos correteando por su cabeza. 

En un momento dado, Ana dejó la plancha para descansar el brazo y aproveché para preguntarle si podía ayudarme con una cosa en mi cuarto antes de que continuase. Me siguió hasta allí y cerré la puerta. 

– ¿Has visto lo que tiene Mónica en su cabeza? – le cuestioné, me negaba a creer que Ana tuviese estomago para pasear sus dedos entre las liendres. Ella me miró extrañada y se encogió de hombros. 

-La verdad es que no, no llevo las gafas ni las lentillas- y ahí recordé que ella tenía miopía, poca, pero la suficiente como para no llegar a darse cuenta de la situación. Se la expliqué y me miró horrorizada. 

-Tía, no me jodas, que he estado tocándole el pelo- lloró, examinando sus manos. Yo asentí antes de que volviésemos al baño con Mónica. Vi a Ana recuperar sus gafas del cuarto y ponérselas antes de volver. 

Mónica había aprovechado para seguir ella con la plancha, así que ya estaba casi acabando.

-Ana, te la doy en un segundo. 

Ana negó con la cabeza mientras recogía sus cosas del lavabo. 

-Tranquila, Mo. Al final me voy a dejar el pelo así- comentó. Después de ello intentamos actuar lo más normal posible. Yo quería llamar a mi madre para contarle lo que pasaba pero me sabía mal por Mónica, igual la pobre no se había dado cuenta de la situación (aunque lo dudo con esa cantidad) y mi señor progenitor no iba a ayudar en nada porque es de esos padres que se saben el cumpleaños de su hijo gracias a su mujer. 

Total, llegamos a casa de Paula y la aparté a un lado para explicarle lo que pasaba. Ella asintió con seriedad y se fue a hablar con su madre a solas mientras el resto de nosotras dejábamos las cosas en las habitaciones. Más tarde, su madre volvió con una bolsita de la farmacia y se la dio a su hija. 

-Escuchad, chicas- empezó a hablar Pau-, el otro día me encontré un bichito en mi almohada y, pese a que están todas las camas y todo limpio, me gustaría que usaseis éste champú esta noche, para prevenir. 

Yo lo vi una forma super buena de intentar ayudar a Mónica y aplaudí para mis adentros tanto a Paula como a su madre. Todas estuvieron de acuerdo salvo una, Mónica. 

-Yo ya me ducharé mañana en casa, que hoy no me toca lavarme el pelo- dijo. Os juro que todas pusimos los ojos en blanco y pese a que intentamos convencerla, se negó en rotundo a mojarse el pelo. Cabe decir que lo tenía muy largo y le costaba horrores secárselo, pero es que era una situación de vida o muerte para las demás. 

Al final optamos por la opción de que durmiese sola en una cama mientras las demás compartimos las grandes, pese a los berrinches de Mónica porque no quería dormir sola. Al día siguiente, la madre de Paula habló con la de Mónica y, a los pocos días, vino a la escuela con el pelo bastante más corto y muy cabreada con su madre por haberla obligado a cortárselo. 

La verdad es que ninguna tuvimos piojos, ya se encargaron nuestras madres de bañarnos la cabeza en vinagre todas las tardes para evitarlo, pero lo que me pregunto a día de hoy es como esa muchacha nunca se dio cuenta de lo que tenía en la cabeza. ¿Es que no le picaba?, ¿no se le caían en la cama o en la almohada mientras dormía? Me niego a pensar que no lo supiese, en cuyo caso solo me queda asumir que le gustaba tenerlos.