Tricotilomanía: hábito o comportamiento recurrente e irresistible dirigido a arrancarse el propio cabello o los vellos de distintas zonas del cuerpo.

Tengo veintinueve años, de los cuales, catorce los he pasado luchando contra la tricotilomanía. Y en todo este tiempo he aprendido una cosa: La trico no se cura, simplemente, aprendes a vivir con ella y sobre todo, con la crueldad de la gente.

A día de hoy, sigo sin saber exactamente como empezó todo. El primer recuerdo claro que tengo es con quince años, mirarme al espejo y ver horrorizada como mis cejas habían desaparecido. Si os soy sincera, no sé de donde saqué la fuerza de ir al colegio los meses consecutivos. Supongo que de mis padres. Hasta que tomé la maravillosa decisión de tatuarme, un lápiz marrón y un espejo de aumento se convirtieron en mis grandes aliados. Aún recuerdo  salir despavorida de la última clase rumbo a casa, porque de tanto tocarme había emborronado todo aquello y no tenía con qué retocarlo. Entre tanto, la crueldad de algunos de mis compañeros de aquella época no tuvo límites. Lo que hizo que adquiriese la desagradable manía de no mirar nunca a nadie a la cara, defecto que a posteriori, me ha costado horrores quitarme y más de una confusión en mis relaciones sociales. Viví sin cejas dos años, hasta que un verano, decidí que no quería seguir así. Por mis padres y por mí. Yo podía superar eso. Saqué autocontrol de donde pude y ese septiembre volví a ser yo. Pero la pesadilla no había hecho más que comenzar.

Dos años después de aquello, empecé con el pelo de la cabeza. Y aunque os parezca extraño, tampoco recuerdo cual fue el detonante concreto. Pero sí guardo la clarísima imagen de estar sentada en la sala de espera de la consulta de mi psicóloga, con una coleta que ocultaba el estropicio que me había hecho en el lado izquierdo de la cabeza y la sensación de estar muriendo de soledad. Aquello no podía estarme pasando a mi otra vez y lo peor de todo, es que no podía parar. Mi pobre psicóloga lo intentó todo: hipnosis, terapias de autocontrol, registros, relajación. Y a pesar de que nada de aquello funcionó, si hizo que dejase de sentirme sola. Cuando iba a terapia, por una hora, dejaba de ser la rara que necesitaba arrancarse el pelo. Tras unas cuantas sesiones, reuní el valor suficiente para afrontar uno de mis mayores pesadillas: ir a la peluquería. Pero maldita la hora.  A pesar de que el peluquero iba avisado de mi problema, probablemente, ni él ni las peluqueras que trabajaban aquel día, se hacían una idea de la magnitud de mi escarnio. Ellos intentaban normalizar la situación como podían, pero aún recuerdo como a través del cristal, se miraban entre ellos con caras de horror contenido. Pocas veces he tenido tantas ganas de desaparecer. Ese día comprendí que aquello se tenía que acabar, y si yo lo le ponía fin, nadie lo iba a hacer por mi.

Con el tiempo y mucho apoyo por parte de mi familia y algún que otro amigo (de los pocos y verdaderos que me quedaron después de aquello), conseguí empezar a controlarme. La frase “¡Ana, déjate el pelo!” y los manotazos cada vez que alguno de los presentes me veía acechando mi cabellera, fueron determinantes, en que el arranque fuese inversamente proporcional a la crecida del pelo. Aprendí que cuando llevaba el pelo suelto y limpio no me llevaba la mano a la cabeza, no me preguntéis por qué, pero funcionaba. Pasó alrededor de un año hasta que volví a la peluquería, pero aquel día no fue mi madre la que avisó con antelación al peluquero y me pidió una hora tardía para que no hubiese nadie. Ese día le eché valor, me senté con decisión frente al espejo y le expliqué al peluquero (que empatizó conmigo al instante, ya que conocía varios casos) lo que me había pasado y si se le ocurría una forma de igualar aquello. También ayudó que el pelo obviamente, había crecido mucho y ya no parecía un gato tiñoso, sino que se veía una melena con diferentes largos. ¿La solución? Cortármelo a capas cortas. Ese día marcó un antes y un después para mi. Volvía a ser lo que todo ese tiempo había querido: ser normal. Ya no tenía miedo por si los mechones se abrían más de la cuenta o de si a mi novio se le ocurría acariciarme el pelo. Podía empezar de cero. Y lo hice. Y me prometí a mi misma que nunca jamás volvería a dejar que autodestruirme fuese un alivio momentaneo a para mis problemas. Me lo propuse tanto, que si veis mis cejas y mi pelo mientras escribo esto, pensarías que me estoy inventando esta historia. Pero no me he curado, ahora mismo de hecho, tengo ganas de arrancarme el pelo, la diferencia es que no lo hago. Sigo tecleando, mientras miro lo bonita que me queda la trenza que llevo hoy y espero a que se me pasen las ganas.