Tengo dolores de cabeza desde que soy una niña, igual que mi madre y mi abuela antes que ella. Cuando tengo un episodio, cuando la jaqueca me ciega y me da náuseas y mirar la pantalla del móvil se vuelve un suplicio, por muy interesante que sea lo que estoy viendo en Netflix, solo me apetece dormir. Me pasa lo mismo cuando he bebido más de la cuenta y la habitación no quiere parar de dar vueltas. Sé que, cuando me despierte, estaré bien y como dice ella, mi madre, no hay mejor sensación que encontrarse bien cuando te has estado encontrando mal. Bueno, esa y volver a la cama después de desayunar un domingo por la mañana. 

Cuando me diagnosticaron la depresión, hace un año, cinco meses y doce días, me pasé varios días en la cama. No porque no tuviese fuerzas o no pudiese enfrentarme al mundo. Tenía la esperanza de que, si dormía lo suficiente, al despertarme, me habría curado, como con las jaquecas. Porque una depresión solo era estar un poco triste. Pero no fue así, porque una depresión no es solo eso.  

Mi relación con esta enfermedad mental, a la que el psiquiatra le puso el apellido de “con principios maniacos de hipocondría”, empezó antes de que le dieran nombre y me la presentaran. Llevaba tiempo sintiéndome triste, pero todo el mundo se siente triste alguna vez ¿No? Todo el mundo llora. Todo el mundo tiene la sensación de que el tiempo pasa más rápido y que el mundo no parece tan real como era antes. Todo el mundo deja de sentirse triste para sentirse vacío. Todo el mundo sigue haciendo exactamente lo mismo porque no quiere preocupar a nadie y porque, si alguien lo pregunta, tiene miedo de no encontrar las palabras para describirlo. A todo el mundo le asusta contarlo y que le digan que no es como se siente todo el mundo. 

Si me preguntar ahora, después de horas de terapia, de medicación y autoexploración, sigo sin saber el motivo, pero intuyo que tuvo algo que ver con el cambio de ritmo por el que pasó mi vida. Cambié el Erasmus, los viajes improvisados que duraban semanas, el alcohol y las fiestas por dos masters, un trabajo que odiaba y un hombre que me acosaba en mi jornada laboral. 

No todo fue malo durante los dos años previos al diagnóstico. También cambié relaciones tóxicas, esporádicas o ambas por alguien que me ha apoyado durante todo lo que ha pasado, pero ni siquiera él, por mucho que lo intentara, consiguió mantener juntas las piezas de mi vida que no encajaban con lo que yo quería, ni mucho menos con lo que necesitaba. 

Cuando mi mente no pudo más, a pesar de que yo siguiese convencida de que todo era normal,  empezaron los dolores físicos. Primero fue un dolor cerca del ombligo que me despertaba por las noches y que ningún medico parecía encontrarle una explicación clínica. Coincidió con una historia que alguien me contó sobre una chica de mi edad que había muerto por un cáncer de colon que no habían podido encontrar a tiempo. Google y mi estado mental hicieron el resto. Decidí, y uso este verbo porque no hay otro, que yo padecía la misma enfermedad que aquella pobre chica a la que ahora pienso que le debo una disculpa por utilizar su muerte para justificar mis miedos. Los dolores aumentaron. Vomité, perdí peso, busqué en Google, me palpé el cuerpo en busca de ganglios linfáticos inflamados y acabé en urgencias. Pasé por un millón de análisis, una ecografía, una radiografía del tórax, una visita al ginecólogo, dos goteros de Nolotil un diagnostico erróneo de apendicitis, otro de piedras en la vesícula, y, al final, uno rotundo y definitivo: clínicamente hablando, estaba perfecta. No había nada que justificase los dolores. 

Para mi no fue suficiente. Cuando descartaron el cáncer de colon, a pesar de que ningún doctor sospechase en ningún momento que lo tuviese, decidí que los médicos habían fallado. Estaba segura de estar enferma, por lo que volví a decidir que tenía cáncer, aunque, en ese momento, de páncreas. De nuevo, vomité, perdí peso, busqué en Google, me palpé el cuerpo en busca de ganglios linfáticos, pero, esa vez, no acabé en urgencias. Mi madre, que como ya habréis deducido, es una mujer muy sabia, dijo las palabras que nadie parecía haberse planteado hasta ese momento: “¿Y si lo que te pasa no es una enfermedad física, si no mental?”. Recuerdo haberme reído, entre lágrimas. Para mí, era mucho más lógico pensar que, con 26 años y ningún respaldo científico, tenía un cáncer que nadie era capaz de encontrar. Creía que estaba enferma con la misma certeza con la que crees en algo que tienes enfrente. Tanto era así que veía síntomas donde nadie más podía verlos y me pasaba el día intentando convencer a la gente que me rodeaba de que necesitaban buscar a un especialista que encontrase lo que tenía con tanto ahínco que, incluso alguno de ellos, a pesar de confiar en el diagnóstico, llegaron a plantearse que realmente tenía algún problema físico.  

 Sin embargo, accedí a visitar a un psiquiatra, quien confirmó las sospechas. Quizás había sido solo algo químico, quizás los cambios por los que había pasado o el estrés de intentar compatibilizarlo todo. Puede que fuese el haberme hecho adulta y que la idea de que quizás mi vida no fuese una película americana o yo la protagonista de una novela era demasiado como para que mi mente los soportara y, al no escucharme a mi misma, lo había convertido todo en dolor y miedo. En un miedo paralizante a una enfermedad que no podía controlar y que justificaba mi tristeza. 

Sin embargo, y aunque al principio algo reticente, comencé con el tratamiento. No fue rápido, ni fácil. Seguía teniendo miedo, me sentía mareada por la medicación y tenía que hablar con una desconocida sobre cosas de las que no había hablado ni conmigo misma. Seguía obsesionada con estar enferma, me hacía heridas en el cuerpo por si mi sangre estaba coagulada o hurgándome en la piel, pero un día, no de repente, pero si un día, me di cuenta de que me sentía mejor. Empecé a disfrutar de nuevo de las cosas que en su día me habían hecho feliz, a ducharme sin miedo a encontrar algo en mi cuerpo que confirmase mis sospechas, a mirar Instagram sin que me temblasen las manos ante la posibilidad de que alguien hablase del cáncer y, al final, empecé a vivir, de nuevo y aunque no era la vida que había vivido con 21 años, empecé a disfrutar la que tenía con 27. 

Quiero aclarar que esta es solo mi experiencia y que no será la misma que ha vivido otra gente con enfermedades mentales. Habrá cosas que se parezcan, otras que no, gente que no se sienta en absoluto identificada, pero estoy segura que muchos de los que hemos sufrido una enfermedad mental, ya sea una depresión, ya sea otra, muchos de los que, durante el tiempo que sea, hemos vivido con miedo, vacíos u oscuros, porque no encuentro palabras mejores para describir lo que se siente, también lo hemos hecho con la opinión de la gente.

  “Tomar antidepresivos tan joven es peligroso”, “Con lo lista que has sido siempre ¿Cómo has acabado así?”, “Los jóvenes de ahora no tenéis ningún aguante”, “Solo estás triste. Todo el mundo está triste alguna vez”, “Lo único que buscas es llamar la atención” 

Quizás peque de lo mismo que toda esta gente que da su opinión sin preguntarla. Quizás peque de soberbia o penséis que mi experiencia no me da derecho a escribir como si fuese algún tipo de experta y quizás tengáis razón, pero quiero decirle a todas esas personas que estén pasando por lo mismo, o por algo parecido o que, simplemente, tengan la sensación de que algo en su vida no va bien, que no están solos. Que la depresión no es estar triste. Que los dolores, aunque estén en sus cabezas, son reales y duelen, duelen mucho. Que nada de esto les convierte en alguien más débil, más raro o en alguien que busca llamar la atención y, sobre todo, que tener una depresión o cualquier otra enfermedad mental, es solo una pequeña parte de lo que son. Sé lo que se siente al vivir con miedo, sé que es horrible y que paraliza, que a veces hay recaídas y parece que no hay salida, pero, si alguien busca consejo, el mío es que no dejen que lo que les asuste sea pedir ayuda. 

 

@raquellucasfe