Llevamos conociendo la condición de mi hijo desde que tenía tres añitos. Está claro que hay miles de prejuicios entorno al autismo, hay mucho desconocimiento en la sociedad en general y se dan por hecho tantas cosas que, al final, acabamos cayendo sin darnos cuenta en faltas de respeto.

Hoy os voy a contar la historia del tutor de mi hijo cuando entró en primaria. Él salía de infantil con muy buena sensación del colegio. Su tutora era una chica muy cariñosa y comprensiva que le/nos acompañó y aprendió con nosotros durante el proceso de diagnóstico y adaptación. Con ella fuimos conscientes de la poca o nula preparación que se le pide a los y las docentes con respecto a las posibles divergencias de su alumnado, sobre todo teniendo en cuenta la incidencia actual de diagnósticos (y casos sin diagnosticar) en la infancia.

El hecho de que el equipo docente no esté formado va en detrimento de la atención que reciba la parte del alumnado divergente, pero también para el resto del alumnado que, aunque quiera, puede sentirse perdido a la hora de intentar relacionarse con otros compañeros y compañeras. Pero es que la persona que va a sufrir la frustración absoluta de no saber cómo y qué hacer, de no entender muchas situaciones y de no poder realizar del todo bien su trabajo es el docente.

El caso es que nuestra maravillosa profe estaba abierta a hablar con las terapeutas de mi hijo, estudiaba material relacionado con el autismo, hizo cursos de formación para docentes y siempre estaba dispuesta a aprender porque entendía que no era un favor que nos hacía a nosotros sino un avance en su carrera profesional y, sobre todo, lo correcto como maestra.

Pero el nuevo profe “ya había aprendido todo lo que tenía que aprender”. Aunque reconocía que nunca había tenido ningún alumno en el espectro y que no entendía muy bien las implicaciones que tenía el tener un alumno autista en el aula, no tenía pensado formarse de ninguna manera, pues ya tenía su plaza. Si tenía alguna duda o alguna dificultad, me la trasladaba a mí y yo le daba la solución (directamente si la sabía, o le mandaba a las terapeutas si se me hacía bola a mí). La verdad es que es una irresponsabilidad y una falta de profesionalidad, pero sinceramente, entre que lo hiciera mal y que hiciese las cosas como nosotros le decíamos, al menos en esta opción no haría ninguna cagada demasiado gorda (presuntamente).

Él vivía obsesionado con que necesitaba que mi hijo estuviera tranquilo. Todo lo que sabía de niños de su edad autistas era sacado de videos de crisis autistas sacados de redes sociales. Mi hijo no tiene ese tipo de crisis, pero el miedo de que así fuese lo llevó a no reñirle jamás y dejarle hacer lo que le diera la gana.

Mi hijo es autista, pero de tonto no tiene un pelo, así que cuando vio que si no hacía las fichas no le decían nada, dejó de hacerlas. No fue hasta que yo le pregunté por qué tenían tantas fichas sin empezar que me dijo que solo las tenía así él, que supe que este señor estaba siendo bastante negligente. Y allá fui, con la compañía de mi exmarido, a la primera tutoría con aquel señor que solamente decía “Pero si le riño o le llamo la atención ¿no se pondrá muy nervioso?”. Cuando vives el autismo desde dentro te das cuenta de la cantidad de condescendencia que puedes llegar a recibir.

Cuando al fin lo convencimos de que mi hijo debía llevar el trabajo de clase al mismo ritmo que sus compañeros y que si al resto le regañaba cuando holgazaneaban, a él debía hacerle lo mismo, pues era un niño más del aula, me decidí a preguntarle qué tal lo veía en clase, pues ese año habían mezclado a sus compañeros y compañeras del año anterior con las de la otra clase y había compis nuevas que no conocía. Fue entonces cuando, el lumbreras, soltó su frase estelar “En el patio con los demás parece normal”.

El tiempo se ralentizó hasta pararse. Mi ex me miraba con gesto de susto preventivo por si yo venía calentita de casa y decidía poner los puntos sobre las íes. Me ponía discretamente una mano sobre la rodilla a modo de intento burdo de tranquilizarme. Él seguía con su gesto perdido, hablando como si no acabase de decir una enorme burrada y yo, analizando toda la situación desde fuera, me quedé cayada unos segundos… Tenía que corregir aquella expresión, pero no quería enfrentarme de malas a ese señor, que de haber un anormal en la sala, claramente sería él.

Ese día hice un sutil comentario que no creo que haya llegado a entender y me fui a casa entre risas y ganas de darle un bofetón. A ver, yo entiendo que venimos de donde venimos, de que la sociedad en general no está acostumbrada a utilizar según qué palabras y busca la amanera de expresarse como puede, pero un maestro debería tener los recursos suficientes para saber que la palabra “normal” siempre está mal cuando se habla de personas. Porque lo contrario de normal, es anormal.  Desde ese día, de la forma más asertiva que puedo, siempre intervengo para ayudar a las personas con las que me relaciono sepan cómo se deben decir según qué cosas, porque el vocabulario sí importa, ofender es algo evitable y para muchas personas marca la diferencia.

Luna Purple.