He perdido la cuenta de las veces en las que alguna amiga ha contado algo sobre el hijo de alguna conocida y me he echado las manos a la cabeza, pensando que en mi casa eso jamás podría suceder.  Pero más vale darse un punto en la boca, porque uno nunca sabe cuándo va a tener que callarse.

Jamás me habría esperado algo así, de verdad que no. Estaba echando a lavar la mochila de mi hija de trece años, cuando noté algo duro en uno de los bolsillos. Ni siquiera me planteé lo que podría ser, la verdad, pero cuando lo tuve en mi mano casi me caí de culo.

Era un vaper, no uno de lápiz, ni desechable siquiera. Era un vaper recargable de bastante potencia, con su depósito bien grande y lleno de líquido. He vapeado alguna vez, lo reconozco. No es algo que haga a menudo, pero cuando empezaron a ponerse de moda, si que tuve uno de esos vaper largos de fresa a los que se les salía el líquido por todos lados. Esto era otra historia.

Me enfadé, me enfadé muchísimo. Y como un miura amarrado, esperé a que mi hija llegase a casa, sentada en la mesa del salón con el vaper en frente.

Cuando me vio y vio el cacharro sobre la mesa, se puso blanca. Al principio no supo qué decir, luego reaccionó en modo supervivencia, diciendo que era de una amiga pero que como sus padres eran muy estrictos, le había pedido que se lo guardase ella.

¿En serio? ¿Me iba a venir con eso a mí? Yo inventé esa frase. No me lo podía creer.

Me la quería meter doblada con el cuento de la amiga y a mí me llevaban los demonios.

Intenté controlarme y le dije que el vaper estaba requisado y que si su amiga quería recuperarlo que viniese ella misma a pedírmelo. Intentó disuadirme de mil formas, pero la decisión estaba tomada, ese cacharro no iba a volver a sus manos por mucho que insistiese.

Al día siguiente, con la idea de encontrarme con la supuesta amiga vapeadora, me acerqué a la puerta del instituto de mi hija y lo que vi a la hora de la salida me dejó de piedra.

Para que se pueda entender mi estupefacción he de aclarar que en ese centro solo imparten clases desde primero a cuarto de la ESO, es decir, que la gran mayoría de los niños tienen solo entre doce y dieciséis años. Es verdad que hay bastantes repetidores porque la situación educativa está bueno…digamos que regular, pero en general todos los estudiantes del centro son muy jóvenes. Sin embargo y aunque me costaba dar crédito a lo que veían mis ojos, una gran cantidad de ellos salía del instituto vapeando, como si nada.

Y cuando digo una gran mayoría no digo dos o tres. En el rato que estuve esperando en la puerta pude ver más de veinte niños y niñas con el chupeteo constante de esos aparatejos, dejando una estela de humo a su paso.

Allí nadie parecía extrañarse. Había más padres y pasaron un par de profesores junto al grupo y por lo que yo vi, no era algo que les llamase la atención.

Cuando salió mi hija, también iba con un cacharrito morado en la mano, hablando y riendo con las amigas. Os podéis imaginar la cara que puso al verme en la puerta.

En ese momento no le dije nada, pero al llegar a casa le dije que teníamos que hablar. Intenté explicarle que el vaper es tan nocivo como el tabaco, que lleva nicotina, que causa adicción y que también lleva varias sustancias perjudiciales para su salud. Ella me decía que mucha gente del instituto lo hacía, que era algo normal. Que aquello no era tan malo como el tabaco y que ya era lo suficientemente mayor como para tomar ese tipo de decisiones.

Era mi primer pulso con mi adolescente, de eso no me quedó duda en cuanto vi como sacaba pecho y como intentaba mantener la compostura.  Fue un momento difícil, muy difícil.

Pensé en recurrir al clásico “mientras vivas bajo mi techo respetarás mis reglas” pero recordé que a mi madre eso no le dio los resultados que esperaba. También pensé en quitarle la paga. Sin dinero, toda aquella fuerza se le iba a ir por la boca. Pero finalmente me decanté por otra opción que esperaba fuese mucho más convincente. Busqué en internet testimonios de gente que había sufrido enfermedades por culpa del vapeo.

Después de despertar en ella algo de conciencia y por qué no, un poco de miedo, le pedí que reflexionase sobre lo que le aportaba aquello y sobre todo lo malo que le pudiese acarrear.

Ella me contó que para ser guay en el instituto hay que vapear. Que, aunque la venta de esos dispositivos está prohibida a menores, lo podía comprar en tiendas de chucherías, en los chinos y hasta en el centro comercial. Que los que parecían más mayores compraban para los más aniñados y que incluso juntaban las pagas para comprarse un vaper para varios amigos.

Aquello me recordó a mi época de instituto; casi todos fumábamos, pero al menos teníamos dieciséis años, no trece. Teníamos menos información sobre lo que aquello suponía y muchos pagaron caro ese error. ¿De verdad está volviendo a pasar? 

Con todo lo que sabemos hoy en día, ¿se siguen repitiendo esos patrones sin que nadie haga nada?  Quizás preferimos hacernos los ciegos a saber lo que hacen nuestros hijos, olvidar que cometimos los mismos errores, pensar que ignorarlo lo hará menos real, hasta que las consecuencias de nuestra omisión lleguen a las personas que más queremos y ya sea demasiado tarde.

Anónimo.