Hace algunos años era muy normal beber en la calle. Antes de los “macro-botellones”, lo de juntarse y tomar unos litros o unas copas en cualquier parque era lo habitual. Por un lado, porque era más barato que irse a un pub y, por otro, porque en lugar de estar gritando para poder escucharnos por culpa de la música, estábamos al aire libre charlando alegremente. No digo que fuese algo ni bueno ni malo, era lo normal. Tampoco era algo extremo; comprábamos un par de litros de cerveza o una botella de ron con dos litros de Coca-Cola y chucherías, y así pasábamos la noche. Con esto no digo que no nos emborrachásemos, había días y días: el día que cogías el puntillo y el día que terminabas bastante perjudicada.

De esos últimos existen mil anécdotas, por suerte, todas más o menos inofensivas. Mis amigos aún me recuerdan una de ellas, la noche que más bebí y que peor lo pasé.

Os pongo en contexto. Viernes noche, todo el grupo en un parque de un pueblo que no conocíamos. Estábamos echando la última copa tras haber pasado el día en las fiestas patronales y nadie sabe cómo terminamos en aquel parque.

Llevábamos todo el día bebiendo mucho y comiendo poco. Yo estaba agotada. Cuando bebo, hago pipí cada quince minutos y mi cuerpo se pone extraño. El caso es que, antes de pedir el taxi para irnos a casa, a alguien se le ocurrió comprar unas hamburguesas y unos litros de cerveza.

Yo estaba sentada con mi mejor amiga, Almudena. La verdad es que los estragos de estar todo el día bebiendo me estaban pasando factura. Tenía sed, mucha sed. De ese tipo de sed que no se quita bebiendo cerveza, sino que va a más.

Necesitaba agua. Tenía la garganta tan seca que ni siquiera podía tragar. Me estaba agobiando mucho. Mi amiga, que había bebido mucho menos que yo y que solía ser más racional, me dijo que seguramente en aquel parque tenía que haber alguna fuente. Un poco más abajo de donde nos encontrábamos había una zona de columpios infantiles, así que probablemente la fuente de agua estaría cerca de allí.

Era de noche. No conocía aquel lugar y todo me parecía muy extraño.

Estuvimos andando un rato. No encontrábamos agua y yo me estaba empezando a obsesionar. Ya no era solo tener sed, sentía que hasta mi garganta estaba áspera. Mirase donde mirase solo veía columpios y bancos. Ni tiendas abiertas, ni fuentes de agua. Me empezaba a sentir muy mal y me estaban dando ganas de llorar.

Mi amiga se asustó al verme así. Era la primera vez que me pasaba, no tenía ni una gota de saliva en la boca, apenas si podía hablar. Almudena me dejó sentada en un banco y fue a llamar a mis amigos para que viniesen a ayudarnos.

En ese momento no sé qué pasó, ni cómo lo vi desde el lugar en el que me encontraba. A lo lejos y en la penumbra del parque me pareció ver algo como un arco de hierro. Extrañada, me dirigí hacia él. Cuando estaba llegando, vi algo metálico y rectangular que salía de la tierra y llegaba a la altura de mi cintura. En la parte superior había un botón. Al pulsarlo, pude notar cómo mis pies se mojaban.

Por fin había encontrado una fuente, pero era una fuente muy rara. El agua salía sobre una especie de recipiente que quedaba poco más debajo de la altura de mis rodillas. En ese momento mi mente alterada pensó que, como aquel era un parque para niños, las fuentes estarían adaptadas para ellos. Así que eso fue todo. Me agaché y empecé a coger agua con las manos y a bebérmela con ansiedad, como si hubiese estado horas en el desierto y de aquel agua dependiese mi vida.

Cuando levanté la cabeza, algo más despejada por la hidratación, vi cómo mis amigos me miraban entre asustados y divertidos. No entendí aquellas caras hasta que levanté la mirada y vi lo que ponía en el arco que había cruzado para llegar a aquel oasis. En letras grandes y acompañado por un dibujo enorme, ponía “Pipi Can”.

Por eso era tan baja la fuente, aquel era un punto para que los perretes hicieran pipí y bebiesen agua… y aquella fuente era… pues eso, una fuente para perros.

En ese momento no sabía si reír o llorar. Mis amigos empezaron a partirse de la risa y yo, que en cualquier otro momento me hubiese muerto de vergüenza, solo podía reírme y sentirme feliz. Porque quizás fue uno de los momentos más tontos de mi vida, pero quizás este tipo de cosas es lo que le da la chispa a esto que llamamos vivir.

 

Lulú Gala