Cuando acabé la carrera entré a trabajar como becaria en una empresa, estuve un año cobrando una caquilla y media y al final me hicieron un contrato decente. Poco tiempo después mi jefa se dio de baja por maternidad y vino de otra sede un sustituto para esos meses. Era bastante guapo, no tanto como él se creía, pero bueno. Se paseaba por toda la empresa hablando con todas las chicas monas, parecía que los trabajadores masculinos eran meros figurantes, porque no les hacía ni puto caso, y no te digo ya el caso que nos hacía a las gordibuenas o chicas de más de 40 años, cero patatero.

Un día llegué al trabajo un poco de bajón por problemas de amoríos (y porque llevaba más de 8 meses sin echar un kiki) y tuve la mala suerte de que justo el día antes la había cagado un poquito bastante con un cliente y me vi plantada en el despacho del sustituto dispuesta a recibir una buena bronca. Me la llevé mientras asentía sin parar y pedía perdón por mi error, hasta que a la cuarta vez que me dijo “es que este no es un trabajo para chicas como tú” (trabajaba en una revista de moda, y con chicas como yo se refería a chicas con más de una talla 36) me levanté de la mesa y le solté un speech sobre la discriminación a las chicas gordas en el mundo de la moda mientras soltaba alguna que otra lágrima de rabia y le señalaba con el dedo índice como si él fuera el instigador de todo eso que ojalá hubiera grabado. Lo único que me dijo después de aquello fue “puedes volver al trabajo”.

Volví a mi mesa diciendo olé mis cojones pero pensando ‘la que has liado pollito’. Estaba convencida de que al día siguiente estaba en la calle. Pero no, cuando volví de comer tenía una post-it sobre la pantalla de mi ordenador que decía lo siguiente:

“A mi también me gustan las curvas, nos vemos después del trabajo”

Al principio pensé que alguien había escuchado mi discurso (cosa que habría sido fácil porque algún que otro grito pegué) pero la gente se iba yendo a sus casas hasta que me di cuenta de que en la planta sólo quedábamos el sustituto y yo. Fuimos a tomar una caña (en realidad fueron como 6) y terminé la noche en su piso. En la vida se me habría ocurrido liarme con mi jefe, pero entre el alcohol, los 8 meses falta de sexo, que estaba bastante bien y que lo del jefe siempre ha tenido mucho morbo, me vi con las bragas por los tobillos en su sofá de cuero negro. La verdad es que fue un polvazo, pero en cuanto terminé volví a pensar ‘la que has liado pollito’, me vestí y me fui a casa.

Al día siguiente era viernes. Llegué al trabajo, me senté en mi mesa y un par de horas después el sustituto me llama a su despacho y yo pensando “en el despacho no, Alba”, pues en el despacho si. Ese fin de semana no salí de su cama.

Pero esperad, que lo mejor viene ahora. El lunes llego a la oficina con mi cutis resplandeciente y me encuentro que en mi mesa hay una caja de cartón marrón con mi agenda, mi taza de Nueva York, mis bolis de colores, mis velitas de vainilla, mis cuadernos, mi todo. Resulta que el sustituto consideraba que mi trabajo “dejaba mucho que desear”, que  me “distraía fácilmente” y que “no era capaz de organizar mi tiempo”. Palabras textuales. Vamos, que antes de que la gente se enterase de que me había echado tres polvos (ya fuera porque yo no tenía la talla 36, porque era mi jefe, o por ambas) prefería despedirme. Si el otro speech fue bueno, este fue digno de la entrega de los Oscar.

Al salir de aquel edificio me dije a mi misma “eso te pasa por estúpida y por liarte con un tío que claramente no te valora”. Pero claro, eso no se dice tan alto ni tan claro cuando tienes la autoestima un poquito en la mierda y llevas meses con ganas de un buen polvo. Por lo menos me quedé con el fin de semana de sexo lascivo y con una camisa suya que me sirvió de maravilla para hacer un muñeco vudú del sustituto (bromita) y con el convencimiento de que ya no volvería a hacer el idiota de aquella manera.

Alba Manzor