Hace tiempo conocí a una mujer. Preciosa. Preciosa de cerebro y risa. Tenía del Derecho por oficio y el baile por vocación. Se había reinventado más veces de las que llueve en Bilbao, con una fuerza de esas de las que fundan imperios. Y sin embargo, sufría de tristeza. De rabia, de cansancio, de pena, de demonios que te agarran al colchón y te mantienen días en la cama. De guerras propias de esas que te revuelven las tripas hasta hacerte vomitar. Vomitar hasta tener un trastorno de alimentación. 

Su problema era la altura. La de su cuerpo. Era “demasiado” alta para ser chica. Los pantalones de su talla no le cubrían los tobillos. Las piernas le molestaban en los asientos del autobús. Tenía que agacharse para escuchar las conversaciones de sus amigas en un bar lleno de ruido. No encontraba zapatos de su número que le gustasen. Y en realidad, nada de esto era un problema en sí. Lo grave era que de cría le llamasen jirafa, que en clase se burlasen porque el pupitre le quedaba pequeño, porque fuese distinta a sus compañeras. Que de adulta, un señor le dijese de pronto que de espaldas parecía un hombre. Que otros adultos le hicieran sentir poco femenina, poco atractiva, un bicho raro. Que cada persona que conociera lo primero que le dijera es “¡Qué alta eres!”. Sentirse el centro de atención a cada minuto por “sobresalir”. Avergonzarse de un cuerpo del que no podía escapar y que tampoco podía reducir. Llegar a creer que tapaba a cuatro amigas en una fotografía. Estar al fondo. Siempre. 

Estar al fondo cuando lo bonito era, y es, verla en primer plano. Inteligente, defendiéndose con un carácter de fiera indomable de una vida que a ratos parece una broma. Tierna y dulce, mirándote con esos ojos de cristal que todo lo entienden. Una vez conocí a una mujer que tenía un abrazo del tamaño exacto para mí. Y que peleaba contra una sociedad empeñada en encogerla. En meterla en un canon estúpido e incoherente. Una sociedad en la que la gente se cree con derecho de opinar sobre tu aspecto con un “qué alta eres”, “has engordado, ¿no?” y todo tipo de comentarios que nadie ha pedido. Ella, entre otras muchas cosas más importantes, me enseñó la importancia de no hacer ningún juicio, por banal que parezca, porque nunca sabes dónde le duele a la otra persona. Todo lo que no es un “¿Qué tal estás?” sobra como saludo. 

Así que si lees esto, mi chica de los ojos de vidrio, que sepas que te quiero. Y que eres, somos, mujeres sin medida.

 

Amaia Barrena