Adoptar un niño con capacidades diferentes es lo mejor que me ha pasado en la vida.

Lo digo con toda la rotundidad y plenamente convencida de que es así, no exagero ni una pizquita.

A lo largo de mi existencia, y como todo el mundo, he tomado miles de decisiones de diferentes niveles de transcendencia y con distintos resultados.

Pues ninguna le hace sombra a la de llevar a cabo la adopción de mi Nico.

Nada me ha dado tanto, me ha sorprendido tanto, me ha cambiado tanto ni me ha hecho sentir tanta felicidad como la llegada de mi niño a nuestra familia.

Llevábamos años queriendo adoptar y cuando mi marido y yo obtuvimos el certificado de idoneidad, y tuvimos las diferentes opciones sobre la mesa, sentimos que la adopción especial era para nosotros.

No lo habíamos hablado previamente, sin embargo, solo necesitamos aquella primera charla por encima y nuestra posterior conversación en el coche, de camino a casa, para saber que habíamos tomado una decisión y que ya no había vuelta a atrás.


Foto de Kindel Media en Pexels

Comenzamos el proceso llenos de alegría y emoción, aunque también con algo de miedo, no lo niego.

Tenemos una hija biológica que tenía doce años por aquel entonces. No éramos primerizos, sabíamos lo que conllevaba ser padres, por lo que no teníamos los mismos miedos que habíamos experimentado cuando nació la niña. Nuestros temores eran nuevos.

Temíamos no ser lo suficientemente buenos para el reto que supone una adopción, más cuando se trataba de una adopción especial. Nos aterraba no ser capaces de darle al que sería el nuevo miembro de nuestra familia los cuidados que pudiese necesitar.

Pero, al mismo tiempo, estábamos ilusionados.

Queríamos hacerlo y haríamos lo posible por hacerlo como es debido.

 

Y un día, mucho antes de lo que esperábamos, nos anunciaron que había un niño para nosotros. Un pequeño de tres añitos llamado Nicolás y recién diagnosticado de trastorno desintegrativo infantil o síndrome de Heller.

 

Nico era, y es, un chiquillo guapísimo. Con una mata de rizos negros como el carbón y unos preciosos ojos castaños, tan claritos que a veces parecen amarillos.

Cuando le conocimos estaba asustado y nervioso, nuestro primer encuentro estuvo lejos de ser ideal.

Y, aunque se hizo de forma paulatina y con visitas cortas que gradualmente fueron ampliándose y dando paso a las típicas actividades en familia, su traslado definitivo al que ya era su hogar no fue fácil.

 

En su cuarto cumpleaños nuestro pequeño apenas hablaba, no tenía control de esfínteres, le costaba comunicarse y entendernos hasta para las cosas más sencillas y tenía media docena de estereotipias motoras. Rechazaba el contacto físico y se ponía histérico cuando salíamos de casa.

Pero con grandes dosis de paciencia y cariño fuimos logrando que se sintiese a gusto en nuestro entorno, con nosotros y con su nueva vida.

 

Nunca olvidaré el día que me dio su primer abrazo, recuerdo cada detalle.

Fue en la cocina, estaba haciendo uno de sus puzles (es un fanático de los rompecabezas) mientras yo le preparaba la merienda. Terminé de cortar la fruta, le acerqué el cuenco y cuando lo puse a su lado vi que había una pieza en el suelo. La recogí y se la di.

Nico la agarró entre dos dedos, la observó, abrió muchísimo los ojos y, con ella aún en la mano, me rodeó la cintura y se apretó contra mí.

Unos segundos después, me soltó, colocó la pieza en su sitio y siguió a lo suyo. Me di cuenta de que debía llevar un rato buscando aquella pieza, pues no era capaz de continuar hasta que no tenía los cuatro lados completos.

El motivo me daba igual, Nico me había regalado una genuina y espontánea muestra de afecto.

Lloré de pura emoción.

Cuando le adoptamos creíamos que con ello ayudaríamos a un niño indefenso que nos necesitaba y que parecía haber sido puesto en nuestro camino por algún designio del destino. Poco tardamos en darnos cuenta de que había sido al contrario.

Los siete años que han pasado desde que la vida nos unió han estado salpicados de multitud de crisis y momentos complicados, pero él nos ha consolidado como familia, nos ha hecho mejores personas y nos colma de felicidad con cada uno de los avances que, con amor y terapia, va logrando poco a poco.

Foto de Victoria Borodinova en Pexels

Tal vez tenga capacidades diferentes, pero Nico es un niño maravilloso, especial, tenaz y sensible en permanente evolución, cuyos besos y abrazos valen millones y se sienten como los mejores.

Y yo doy las gracias cada día por la suerte que tengo de ser su madre y poder acompañarle en cada uno de sus pasos.

 

Anónimo

 

 

Envíanos tus experiencias a [email protected]

Imagen destacada de Victoria Borodinova en Pexels