(relato escrito por una colaboradora basado en una historia real)

Las campanas parecían sonar más contundentes que nunca. Treinta y cuatro años en aquel pequeño pueblo, y en la vida había sido consciente del estruendo que producía aquel antiquísimo campanario.

Miré el reloj, una preciosa reliquia que mi padre había guardado en el cajón de su mesilla de noche ‘nosémuybienparaquéoporqué‘. Era la hora.

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Las pocas calles que recorrían la villa parecían haberse tornado oscuras tras mis años fuera. La universidad y una vida más allá del campo y la agricultura me habían llamado a gritos desde el mismísimo momento en el que terminé el instituto.

Allí dejaba a mis padres, a mi hermano, a mi abuelo, a mi perro… y en general a todo el diminuto gran grupo que era la población del pueblo. Me iba a la capital, a crecer y vivir, y para ser sinceros me sentía un poco como Paco Martínez Soria conquistando Madrid.

Pero me hice. Me acostumbré y dejé de echar de menos el olor a hierba mojada y el silencio nocturno con los que había crecido. Mimetizado con lo que me tocaba me convertí en uno más entre las clases, cenas, horas de estudio, viajes…

Al menos una vez al mes regresaba a casa con la maleta llena de historias y con una morriña brutal que se despertaba en mi interior en el mismo instante en el que me subía al tren camino del pueblo. Mi día a día parecía haberse mudado para siempre, pero una gran parte de mí continuaba perdida entre aquellas praderas.

Años más tarde, cuando el trabajo en una importante oficina ocupaba ya todo mi tiempo, un duro golpe de realidad hizo tambalear mi mundo como lo haría el peor de los terremotos. Mi padre estaba enfermo y mi familia me necesitaba más que nunca.

Recuerdo a mi madre llorando al otro lado del teléfono, rogándome una y otra vez que me quedase donde estaba.

Luis, cariño, aquí no arreglarás nada, no te apures…‘ repetía como un mantra intentando disfrazar su llanto.

Pero algo en mí me decía que no, que papá jamás habría descolgado el teléfono con un mensaje tan tajante de no haber sido porque él mismo sabía que no le quedaba mucho tiempo con nosotros.

Y llegué, lo dejé todo en suspenso para volver al pueblo con los días justos para vivir las últimas jornadas de vida de papá. Desde esa tarde, nada volvió a ser como antes. La casa, de pronto, era como una horrible cárcel para mi madre. En pocas semanas fui consciente de que no podía retomar mi vida tal y como la conocía.

Así que regresé a mi pequeño piso en la ciudad, sí, pero con el único propósito de empaquetar los pocos años que había gozado de mi independencia y así poder reinstalarme junto a los míos por un tiempo muy indefinido.

Hasta que no lo vives no puedes llegar a darte cuenta de lo claustrofóbico que puede llegar a ser un espacio sin paredes. El pueblo me comenzó a saber a poco o a nada. Y el trabajo en la granja me frustraba de una manera terrible. Era verano por aquel entonces y mi rutina se me antojaba rancia a más no poder.

¿Mis mayores logros sociales? Unos vinos los viernes por la noche en el bar con algunos de mis vecinos, o incluso el escuchar cada mañana el claxon de la furgoneta del panadero. Todo muy atrevido.

Una noche, ya harto de convivir con una media de edad de sesenta años, opté por descargarme Tinder en mi teléfono. Reconozco que mientras la aplicación se instalaba emití una ligera carcajada imaginando el plantel de usuarias de la zona: ‘la señora Josefa‘, ‘Obdulia la mujer de Conrado‘, ‘Tomasa‘… ¿Y qué esperaba?

Pues lo que era más que evidente sucedió. Ni Tinder podía ayudarme en aquel momento de soledad sentimental en el que me había embarcado yo solito. De vez en cuando refrescaba la aplicación como el que abre una nevera una y otra vez esperando que una gran tarta de chocolate aparezca por arte de magia. Pero no, ni tarta ni mujeres a las que conocer.

Los meses pasaron y creo que poco a poco me fui dando por vencido. Si en su época había logrado mimetizarme con Madrid y su ajetreado mundo, una vez más el campo se había hecho con todo mi ser. En mi familia las cosas parecían encauzarse y nuestra casa volvía a oler a ese hogar que todos conocíamos.

Era de noche, un día entre semana, y casi obligando a mis ojos a no cerrarse veía las noticias junto a mi abuelo. Entonces, haciéndome saltar del asiento del susto, mi móvil vibró una y otra vez. Esto sí que era una sorpresa, ¡Tinder!

Me costó unos minutos asimilar que una mujer de prácticamente mi misma edad había hecho match a mi perfil. No lograba comprender de dónde había salido aquella chica, y por más que revisaba sus fotografías y sus datos, todo parecía muy real. Me lo pensé no una ni dos veces, muchas más, creyéndome víctima de una broma absurda de mi hermano. Estaba dejando pasar demasiado tiempo, así que respondí a su match esperando que fuese ella la que tomase la determinación de hablar conmigo.

Y ella era Carla. Profesora de profesión y vocación. Se definía como una chica simpática y muy aventurera. Muy sociable y en ocasiones excesivamente habladora. Revisé su galería y desde el principio la vi como una mujer preciosa.

‘Hola Luis, ¿qué tal?’

‘Hola Carla, encantado de conocerte. Yo muy bien, ¿y tú?’

Me temblaban las manos como si fuese la primera vez que charlaba con una chica. La conversación fluía y poco a poco fui atando cabos sobre la llegada de la buena de Carla a aquel apartado lugar. Era maestra y ese mismo curso había conseguido su plaza después de varios años de arduas oposiciones. El destino, o la mala suerte, la habían enviado directa al colegio que cubría toda aquella zona y ella, que efectivamente era aventurera, había optado por alquilar una pequeña casa en el pueblo, mi pueblo.

Quizás no hayamos coincidido todavía porque apenas llevo una semana por aquí, y me he pasado los días enteros en el colegio…

Tras una primera toma de contacto en aquel frío chat le propuse intercambiar nuestros teléfonos. Tenía claro que tarde o temprano nos cruzaríamos por una de las tres calles de la villa, pero en un alarde de ‘machirulismo ilustrado’ le ofrecí mi caballerosidad por si tenía algún problema o necesitaba de mi ayuda.

Aquella noche creo que soñé despierto y también dormido, con cómo sería el conocer a Carla en persona. Me la imaginé bajando por la calle principal saludando a las vecinas como si aquel entorno hubiese sido el suyo de toda la vida. Desperté a las cinco de la mañana maldiciendo al despertador y riéndome de mí mismo por lo triste que era mi ilusión con aquella chica. ¡Pero qué pardillo era!

Fui la comidilla del bar desde aquella misma mañana. Y es que solo a mí se me podía ocurrir contarle a Pepe, el camarero y dueño del local, mi Tinder-hazaña. El tipo no tenía ni idea de qué película le estaba contando, pero lo único que sacó en claro de todo aquello fue que la muchacha me había tirado la caña porque, palabras textuales, ‘no había más peces que comer en todo el río‘. Yo que he sido y sigo siendo un camándula tremendo, empecé a barajar que aquello era una verdad como un templo. Esa ilusión a la que había abrazado toda la noche se fue desvaneciendo risotada tras risotada, y solo el pensar en cruzarme con Carla en persona me producía una ansiedad horrible.

Lo que yo no sabía es que ese café que me estaba tomando mientras mandaba callar a Pepe, se me atragantaría del susto pocos minutos después. Mientras unos y otros lanzaban barbaridades a cual más gorda sobre lo feo que yo soy, de pronto se hizo el silencio. Una chica algo desconcertada acababa de atravesar la puerta y nos miraba a todos con una media sonrisa y cara de susto.

¡Ey! ¡Tu amiga!‘ espetó Pepe de golpe devolviendo la normalidad a aquel bar.

Salté del taburete casi como un resorte y en dos pasos me planté frente a Carla sin saber muy bien qué decir. Ella reía claramente procurando que aquel momento incómodo que acabábamos de vivir se disipara lo más rápido posible.

Eres Luis, no cabe duda, buenos días…‘ dijo con un claro acento andaluz y tendiéndome la mano simpática.

Aquel fue el primer desayuno de muchos. Sin quererlo, como algo completamente natural, Carla y yo teníamos cada mañana una cita totalmente informal en la que acompañábamos nuestros cafés con leche y mucha charla. Era casi una hora en la que mi agro-realidad se frenaba y todo mi ser se centraba en conocer un poco más a aquella chica.

Ella, día a día, semana a semana, se hacía más y más a la gente y a todo el pueblo. Se los había ganado con su sonrisa, sus bromas, y su buen rollo constante. Yo lo pensaba una y otra vez, el tiempo pasaba y ni uno ni el otro dábamos pasos más allá de un café matutino. Empecé a valorar que lo más lógico era que aquella profesora no quisiese algo más que una amistad. Así que volví a conformarme, me encogí de hombros y pensé de nuevo en Carla pero sin ilusión de por medio.

En silencio, casi como si de un secreto se tratase, me fui enamorando de esa chica dulce que adoraba su trabajo y a los suyos por encima de todo. Cada mañana con ella era como una pequeña esperanza de que había mucho más que un pequeño pueblo y un montón de trabajo con los animales. Me conquistó con su mirada y la manera en la que me saludaba todos los días.

Y llegó la Navidad, y junto a ella como si de una postal de cuento se tratase, cayeron las primeras nevadas gordas en la zona. Esa mañana habíamos amanecido con casi medio metro de nieve en el pueblo. Ya ni recordaba lo que era despertarte aislado del mundo por culpa de una tormenta de aquella envergadura. Los vecinos hacían lo suyo y como pudimos conseguimos hacer que al menos nuestras calles estuviesen libres de acumulaciones de hielo.

Al entrar en el bar me encontré a Carla ya sentada abrazando entre sus manos la enorme taza de café que se bebía todos los días. Tomé asiento frente a ella y pronto me di cuenta de que su diminuta nariz estaba roja, casi iluminada. Bromeé un segundo sobre su parecido con Rodolfo, el reno de Papá Noel, y ella aceptó mi chiste pero también me dejó caer su disgusto con aquella nevada.

Hoy es el último día de clases antes de las vacaciones y no sé cómo voy a conseguir llegar al colegio. En mi Clío de hace veinte años estoy segura de que no…

¿Y para qué tengo yo muriéndose de risa el todoterreno de mi padre?‘ respondí sin pensármelo dos veces y a la vez dándome cuenta de lo fatal que estaba sonando todo…

Pero a Carla le cambió el gesto como si yo mismo hubiera hecho magia. A mí también, para qué lo vamos a negar, pero más bien por un claro sentimiento de pavor ya que en la vida había conducido aquel coche enorme y mucho menos entre capas y capas de nieve.

Lección primera para ligar con una chica en pleno siglo XXI: no hacerse el machito. Mi padre, allí donde estuviera, se tuvo que partir de la risa viéndome luchar una y otra vez con las marchas y el embrague de aquel maldito monstruo con motor. Recogí a Carla como pude y más de diez veces calé aquel híbrido entre coche y camión. Por suerte para mí, las máquinas quitanieves empezaban a trabajar y la carretera parecía más limpia de lo que esperábamos.

En cuanto llegamos a la puerta del colegio pegué un frenazo muy brusco y sonreí como un idiota celebrando el haber logrado mi hazaña sin víctimas de por medio. Carla me devolvió la sonrisa y antes de bajar del coche se giró hacia mí.

Luis, muchísimas gracias por traerme, de verdad… Pufff, llevo días buscando el momento, y yo hablo mucho pero también soy bastante mala en esto… ¿qué tal si cenamos juntos una noche?

Creo que en ese instante me convertí en un árbol de Navidad, con sus luces y su estrella bien brillante en lo alto. Mi cara se iluminó como una bombilla, empecé a tener un calor sofocante. Quería responder, abrazar a Carla, bailar y silbar a la vez, todo junto. Pero no lograba hacer nada, estaba paralizado. Muy dignamente, o eso creo, le dije que cuando ella quisiera. Y según la vi entrar por la puerta del centro no pude remediar dar un golpe de celebración contra el volante, lo que hizo sonar el claxon de aquel horrible coche.

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Mi madre me agarraba del brazo con fuerza. La miré con cariño y ella, muy en su línea, optó por pedirme por vigésimo quinta vez que dejase de pisar su vestido. Después, me lanzó un beso en la distancia.

No te lo doy que te pinto y luego salen mal las fotos.‘ Ella, siempre en todo.

Los nervios ya se habían apoderado de cada milímetro de mi cuerpo. Al otro lado se podía escuchar una melodía sutil que un cuarteto de cuerda había empezado a tocar para nosotros. Miré hacia los lados y cara tras cara, sonrisa tras sonrisa, fui recordando momentos de mi vida como si de una película se tratase. Al llegar al final abracé a mamá sin querer soltarla. Las campanas volvieron a sonar, más fuerte todavía.

Al violín, el Canon de Pachelbel comenzó a sonar. Intentaba otear al otro lado de la puerta, pero la luz que entraba me cegaba por completo. Unos segundos después la iglesia enmudeció. Allí estaba ella, cogida del brazo de su hermano al que adoraba sobre todas las cosas. Busqué su mirada, ella la mía, y antes de que diera un paso más leí sus labios.

Te quiero…

Fotografía de portada